Durante años, décadas incluso, militar, simpatizar o moverse en el entorno de Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) constituía una garantía de éxito profesional para muchos catalanes, cualquiera que fuera su disciplina. Fue el verdadero partido de poder. Lo tuvo en la principal administración catalana pero también en la española, donde en algunos momentos sus votos fueron determinantes y gracias a aquello capilarizó determinadas instituciones y grandes empresas españolas. Controlaba la red de pequeños municipios catalanes que siempre se le escapó a los socialistas del PSC y los consejos comarcales y diputaciones.
La red política de CDC ha sido una auténtica maquinaria pesada de poder, una auténtica apisonadora de opositores. Estar allí permitía a muchos advenedizos del mundo de la política medrar rápido y de forma poco contrastada. De toda la construcción realizada durante años, la mayor era el sentimiento nacional que Jordi Pujol y sus seguidores blandieron como tormenta perfecta durante su ejercicio de control social y de ingeniería ideológica.
La corrupción, entendida no como una práctica individualizada y reprobable, sino como un proceder sistemático y estructural, corroe los fundamentos del partido y lo convierte en una viga afectada por la aluminosis de la mentira y la extorsión
Todo lo que sube acaba bajando. Y así le ha ocurrido al partido de Artur Mas. La ciénaga en la que ha sembrado sus pies es de tal tamaño que todos los que tienen barro y porquería hasta los tobillos no pueden moverse ni desaparecer de ella. La corrupción, entendida no como una práctica individualizada y reprobable, sino como un proceder sistemático y estructural, corroe los fundamentos del partido y lo convierte en una viga afectada por la aluminosis de la mentira y la extorsión.
Los hijos políticos astutos de Mas intentaron darle la vuelta con una cosmética inservible: cambio de nombre y centrifugación de las responsabilidades legales y políticas. Lo cierto es que la alternativa del PDECat está sirviendo de poco a los convergentes. El partido se desmorona más con cada nueva revelación sobre las prácticas corruptas que amparó durante años, cuando no las estimuló de forma casi directa desde sus órganos de gobierno. Y en las fotos e imágenes seguimos viendo a los mismos dirigentes pululando alrededor o detrás de los nuevos. Sólo faltan, y también duermen el sueño de la insignificancia, los antiguos compañeros de Unió.
Hoy, ser convergente es de valientes. Los pocos que no se esconden o que siguen manteniendo elevado el estandarte saben que su recorrido futuro es mínimo. Ahora sabrán lo que sucede al militar o formar parte de un partido en descomposición. La estigmatización de los convergentes no dista demasiado de la que ellos mismos practicaron con el PP catalán. Y, quien a hierro mata... Las clases de inglés de los cargos intermedios que el partido ha colocado en la Administración o sus recurrentes visitas a Linkedin ponen de manifiesto que el tiempo que está por llegar será difícil para ellos. Más allá de los nuevos portavoces, sean los propios del partido, sus medios de comunicación o los intelectuales orgánicos, el convergente medio está muy desorientado y convencido de que su formación política preferida durante largo tiempo ya no tiene qué ofrecer, ni validez alguna para edificar un relato y un proyecto de país a medio o largo plazo.
A CDC cada vez le son menos útiles los consejos y reflexiones de las Pilar Rahola, Joan B. Culla, Agustí Colomines u otros constructores asalariados del discurso del nacionalismo más pragmático. Ellos, como algún medio digital de nueva planta, se han convertido con sus numantinas defensas del castillo del poder en la muestra más clara y diáfana de que la aventura iniciada por los Pujol, Macià Alavedra y Ramón Trias Fargas en tiempos pretéritos está del todo condenada por la justicia y la desconfianza de la opinión pública. De poco sirve hoy defender a un partido y a unos líderes que han dinamitado todo el crédito político acumulado de una manera tan veloz como inconsciente.
Hoy, ser convergente es de valientes. Los pocos que no se esconden o que siguen manteniendo elevado el estandarte saben que su recorrido futuro es mínimo
Vivir como convergente hoy es ser un verdadero cruzado de una causa perdida. Los menos talibanes de la organización buscan empleo o acomodo en los partidos laterales del nacionalismo. Pronto dejarán de serlo y serán centrales, como lo fue la apuesta de Pujol, su nacionalismo educativo y mediático de baja intensidad, hasta que unos jóvenes dirigentes engreídos acabaron con todo de un plumazo. Se dice que esta corrupción es similar a la del PP o a la del PSOE, pero muchos creemos que el matiz más importante es que listillos que buscan o recaudan dinero los tienen todos, pero muy pocos lo hacen con mentirosas apelaciones al país, a la nación o a la causa de forma tan descarada como lo hicieron los convergentes.
Y, a día de hoy, no conozco ningún convergente que haya hecho acto de contrición por lo acontecido. Los resistentes viven en una especie de guerra santa, pero desarmados y cautivos por su propia negligencia política. Valientes, sí, mucho; pero tan incautos como irresponsables por lo que le han hecho a Cataluña y se han acabado haciendo a sí mismos. Un verdadero desastre.