Una Cataluña que asusta
Se avisó con tiempo. Lanzar desde las instituciones un proyecto soberanista no mayoritario en términos sociales podía ser un arma de negociación sobre el poder político central, pero tenía un enorme riesgo: convertirse a la vez en un arma de destrucción masiva del movimiento originario. Los dirigentes que han participado son ahora responsables de todas las derivaciones que sus acciones tienen en la sociedad catalana, cuando el propio proceso decae a marchas forzadas.
La primera consecuencia palpable es la fractura que se ha instalado. Todos hemos tenido que pronunciarnos en uno u otro sentido, porque nuestros dirigentes han jugado al blanco o negro, al sí o al no. Bajo pretextos de radicalidad democrática se ha transmitido a la población que el deseo de una parte tiene que prevalecer como sea sobre el resto y hasta parece que algunos se hayan instalado de manera confortable en el discurso de la desobediencia como nuevo mantra político. Es obvio que, bajo esa premisa, la coartada de la calidad democrática que esgrimen se les gira sobre sus postulados como un bumerán.
¿Qué harán los indepes para combatir la frustración entre sus adeptos?
No es menor tampoco otra derivada: la frustración. ¿Qué piensan hacer los independentistas para convencer a su parroquia de que se equivocaron, corrieron en exceso y que el idílico panorama dibujado como posible no es más que una entelequia, una utopía inalcanzable a estas alturas del siglo XXI? Muchos jóvenes (y no tanto) creyeron ese discurso y ahora se sienten deprimidos políticamente.
Pero hay más. Los acontecimientos fascistas que están pasando en la Universidad de Lleida; el ataque a unas jóvenes que promovían la selección española en Barcelona; las ocupaciones a la brava; el sectarismo militante de los medios públicos de comunicación; las constantes amenazas en internet a quienes no piensan de igual manera y como la administración actúa con total indiferencia, con la mirada en otro lado, son más que un síntoma. Esos sucesos están incardinados en esos coqueteos políticos desde las instituciones con la desobediencia. No se trata de problemas estéticos, sino que en su conjunto constituyen un peligroso ataque a los fundamentos y principios de cualquier democracia occidental. Nadie puede esconderse en un buen eslogan (la revolució dels somriures), que no tiene mayor sentido que el marketing. No querer admitir que es necesaria una actuación inmediata y una reflexión en profundidad es de una inconsciencia rayana en la dejación de responsabilidades.
Por si todo eso fuera poco, el progresivo fracaso de la apisonadora independentista se ha cobrado a día de hoy muchos cadáveres. Por supuesto, el del político que fue su rostro teóricamente amable. Artur Mas salió del ruedo político, y pese a su vocación de jarrón chino con artículos en prensa y participaciones habituales en los foros que le siguen, con él murieron también Convergència i Unió, primero, y Convergència Democràtica de Catalunya, más tarde. Arrastró en su mesianismo político a un pedazo del socialismo catalán y ha acabado dejando la gobernabilidad, la prudencia y la mesura propia de sociedades desarrolladas en manos de radicales. Unos lo son con respecto al soberanismo, otros sobre el propio sistema.
El desmoronamiento del estado del Bienestar en Cataluña empieza a ser percibido como consecuencia del empecinamiento soberanista
Más consecuencias: el nacionalismo catalán sólo puede salir herido del agotador lance. El aprovechamiento pragmático que se realizó antaño dejará de existir sin conseguir a cambio más poder político. Se ha invalidado la herramienta tan ridiculizada del peix al cove. ERC perderá la E y ocupará el espacio de moderación que Pujol, Trias Fargas, Duran Lleida y otros ejercieron largo tiempo. El voto, ya lo dicen algunas encuestas, no está pensando en la clave que interesa a los soberanistas. Al contrario, el paralelo desmoronamiento del Estado del Bienestar catalán en materia educativa, sanitaria y de servicios sociales empieza a ser percibido por los catalanes como una consecuencia también del empecinamiento soberanista, inexcusable ya con los eslóganes del déficit fiscal, el supuesto expolio español u otros repetidos hasta la saciedad. Se sufre mucho más que la falta de un hipotético estado catalán.
Estamos en la zona de fracaso político de quienes quisieron convertir el independentismo en un meteórico e idílico proceso de transformación de Cataluña. Y lo peor es que no hay plan B para hacer frente a este decadente estado de cosas, ni en la oposición del Parlamento catalán ni en el partido que tiene todos los números para regresar al gobierno de España.
Mientras, el hastío crece; la inexistencia de un horizonte político claro consume; la falta de seguridad jurídica retrae inversión; el desgobierno de los buenistas ante las ocupaciones y otras algaradas cívicas es visto como una preocupación por la gente de orden del país, independentistas o no. Se dibuja una Cataluña irreconocible, con un panorama complejo, demasiado difuso. Una Cataluña, perdónenme, que asusta.