La segunda residencia
A propósito de los acontecimientos del barrio barcelonés de Gràcia, la diputada de la CUP Eulàlia Reguant nos ha obsequiado con una nueva perla. Es del estilo de las copas menstruales o de la educación tribal de los hijos, pero ahora tiene que ver con la propiedad privada. La parlamentaria de la formación anticapitalista no quiere aceptar el derecho constitucional a poseer una segunda residencia y se anima a decir en una radio y en hora de máxima audiencia que el hecho de que esa posesión esté vacía mientras existe quien tiene dificultades de acceso a la vivienda son incompatibles. Que debe inaugurarse un debate…
Sólo nos faltaba escuchar algo así. Espero que esas clases medias que durante años luchan en el trabajo y en la vida para disponer de un espacio residencial en el que disfrutar de su ocio entiendan de una vez cuáles son los postulados de la CUP.
Deje usted su apartamento o casita desocupada y espere a que algún necesitado se adentre en ella. Pague con esfuerzo la comunidad de propietarios, los consumos y otros gastos capitalistas que siempre existirá quien esté en disposición de aprovecharlos mientras usted trabaja para hacer frente a su coste.
Lo de Reguant es tan sumamente estúpido que se comenta por sí mismo. El problema es que ella, o quienes defienden tesis análogas, lo hacen gracias a los votos y el dinero público del conjunto ciudadano que sí acepta el sistema. Lo más aberrante del asunto es que estas interpretaciones de la vida moderna son las que tienen la llave sobre los presupuestos públicos que sufrirán el resto de catalanes, incluso aquellos poseedores de una segunda residencia.
La CUP podía resultar muy útil a la sociedad catalana. Está claro que fueron los artífices de expulsar a un amortizado Artur Mas de la vida política del territorio, pero también que han generado debates que nos permiten retroceder décadas en el tiempo democrático. A la vista de lo que nos enseñan, apostaría un guisante a que jamás obtendrán el resultado electoral que sumaron en las últimas autonómicas o municipales. Fueron divertidos mientras golpeaban conciencias y baqueteaban el status quo de los ayuntamientos, pero ahora ya son otra cosa. Y lo que defienden no es que dé miedo, es que supone un regreso a las barricadas más profundas, al sálvese quien pueda. Lastimoso.