El Departament de Recerca i Universitats ha difundido una nota de prensa en la que anuncia la celebración, el 28 de enero, de una jornada en la que “reunirá a la comunidad universitaria e investigadora para analizar el uso del catalán y presentar el plan de medidas de fortalecimiento de la lengua”, que se hará público en abril. En esta jornada intervendrán representantes del Govern, la presidenta del IEC, el presidente de la Asociación Catalana de Ciencia Política --Jordi Matas, miembro de la Sindicatura del 1-O--, la lingüista Carme Junyent, el periodista Francesc Canosa, la investigadora Margarita Navia y un estudiante.
En la nota se manifiesta la voluntad del Govern de trabajar y consensuar el mencionado plan con “toda la comunidad universitaria y de investigación”, si bien bastantes miembros de esta comunidad no acabamos de identificar a ningún ponente en la jornada que represente nuestra concepción sobre cuál debería ser la política lingüística en nuestros campus.
En la misma línea, nuestros rectores --los mismos que posaron en la Universidad de Barcelona con pancartas a favor de la “amnistía”-- asumían el pasado junio --en el marco del denominado Compromiso contra la crisis educativa-- una serie de objetivos, también en nombre de todos y sin ningún debate previo, para “detener la regresión que sufre la lengua catalana en la docencia y la investigación universitarias”.
Al igual que sucede con los recurrentes manifiestos de los claustros --siempre alineados con las reivindicaciones nacionalistas y, sin duda, promovidos políticamente--, se trata ahora de generar la sensación de que, entre los miembros de la comunidad universitaria, también existe una especie de mirada única sobre la necesidad de reforzar la presencia del catalán en las aulas. Una mirada tan unánime que quien no la comparta ni siquiera merece ser escuchado.
Como apuntaba recientemente la consejera Geis en Twitter, “el sistema universitario es una estructura de país”. Por consiguiente, hay que hacer lo posible por controlarla. ¿Y qué mejor forma que utilizando sistemáticamente las posiciones de poder para negar la discrepancia?
Los referidos objetivos del Compromiso de junio, firmados por los rectores con un tal Movimiento Estudiantil, van desde el absurdo de garantizar que se usa la lengua prevista en la guía docente --¡como si los profesores tuviésemos por costumbre anunciar el uso de una lengua y luego cambiarla!-- hasta fijar los mecanismos para que quienes cursen estudios de posgrado, máster y doctorado que se ofrezcan en español o inglés “tengan también conocimientos tanto de catalán como sobre el catalán”, pasando por garantizar que todos los estudios de grado se puedan cursar íntegramente en catalán. Todo ello sin olvidar la meta de alcanzar un 80% de docencia en catalán en todos los niveles universitarios, lo que, dada la importancia que se concede al inglés, supondría la práctica desaparición de las clases en español.
En definitiva, un catálogo de propuestas delirante que, sin duda, está detrás del plan que se prepara para abril. Un catálogo que choca con la realidad sociolingüística de Cataluña, con la lógica de los programas de intercambio, e intuyo que hasta con las previsiones lingüísticas de las memorias de grado y máster porque, si no fuera así, ya estarían exigiendo que se respetara su contenido y esto en absoluto es así.
Se trata de una arremetida contra la sensatez, similar a la que el nacionalismo ha lanzado contra la sentencia que pone fin a la inmersión en la escuela, con el matiz de que en nuestro caso --y esto conviene subrayarlo-- el Estatuto de Autonomía, en su artículo 35.5, establece que “el profesorado y el alumnado de los centros universitarios tienen derecho a expresarse, oralmente y por escrito, en la lengua oficial que elijan”.
Así las cosas, y con esta importante herramienta en nuestras manos, son más necesarias que nunca iniciativas en defensa de la convivencia lingüística en nuestros campus. Y algunas ya han surgido. Es el caso de la carpa de S’ha Acabat, en defensa de la libertad lingüística, destrozada el pasado octubre en el Campus de Bellaterra, y la carta remitida por Universitaris per la Convivència, un mes después, a la Asociación Catalana de Universidades Públicas, bajo el título Las libertades en la universidad catalana. En ella se denunciaba la violencia política que se ejerce en nuestros campus contra los estudiantes constitucionalistas, la vulneración de la libertad ideológica con declaraciones partidistas de los órganos de gobierno y también la presión lingüística. La carta concluye recordando a los rectores una idea clave del Manifiesto de la Capuchinada: que la única exigencia de una universidad democrática es “que ningún centro universitario sea dominio de un grupo político, religioso o ideológico”.
Y no lo será. No lo será porque la discrepancia existe, está cargada de razones y no se dejará arrinconar.