El Parlament de Cataluña ha aprobado, con fecha 30 de mayo, una moción de CatECP sobre la precariedad laboral en la que se insta al Govern de la Generalitat a realizar, antes de que finalice el año, un estudio sobre los supuestos fraudes de ley en la contratación del profesorado asociado y del personal investigador de las universidades públicas catalanas; y, acto seguido, en cumplimiento de la legalidad vigente, a transformar inmediatamente en contratos indefinidos los de aquellos profesores asociados que desarrollan actividades estructurales y no realizan su actividad principal fuera de la universidad, así como a reconducir la contratación del personal investigador a la figura contractual que corresponda.                                                      

Esta moción, que bien pudiera quedar reducida, por desgracia, a un nuevo brindis al sol, ha sido aprobada con un apoyo reducido y con la abstención de los partidos que integran el actual Govern, así como el centro-derecha. Su contenido resulta irreprochable en orden a denunciar la precariedad que padecen los colectivos de profesorado asociado e investigadores en formación. Sin embargo, no parece del todo justo que dicha moción encierre la velada acusación, con la abstención de quienes han sido --cuanto menos-- cooperadores necesarios de la situación, de que han sido las propias universidades las que han optado, unilateralmente, por ocultar un fraude de ley en relación a las contrataciones de su profesorado asociado y personal investigador en formación.

Conviene recordar ante los que ahora no tienen reparo alguno en jugar el papel de bombero que algunas de las causas de esta indeseable realidad, sin obviar la cuota de responsabilidad en que hayan podido incurrir también las universidades, tienen que ver más bien con los recortes en la financiación pública que aún perduran y las tasas de reposición.

Este ejercicio de abstención, no exento de cierta demagogia por quien primero ha sido pirómano (los partidos responsables de las políticas públicas del país), debiera acompañarse, en cualquier caso, de un ejercicio de coherencia y responsabilidad a traducir, de inmediato, en un incremento notable de los recursos y la financiación pública de las universidades catalanas. Con una inversión que en los últimos diez años ha pasado de 920 a 750 millones de euros, a nadie puede extrañar --salvo ignorancia interesada de parte-- que las Universidades tengan graves dificultades para renovar sus plantillas y mantener en niveles competitivos, o incluso adecuados, sus edificios e instalaciones.

La precariedad y la acumulación de contratos de profesorado asociado e investigadores en formación en los niveles salariales más bajos no responde a una cultura, política o decisión autónoma de las universidades, sino más bien a una forzada realidad que les ha sido impuesta por un contexto de recortes y tasas de reposición que, ya hace años, han roto la política de personal y retención de talento que las insttuciones de enseñanzas universitarias sí fueron capaces de impulsar mediante lo que constituyó el plan de financiación para la mejora de las universidades públicas catalanas aprobado en el curso académico 2006/2007. Un plan finalizado en 2010 de modo abrupto, sin completar, como así ha reconocido la Sindicatura de Comptes de la Generalitat, la transferencia total de los recursos comprometidos, y que actualmente solo la iniciativa del Pacte Nacional per a la Societat del Coneixement puede intentar recuperar.

La situación crítica que se acaba de describir y en la que el “copago de los estudiantes” es lo que permite, en parte, capear el temporal, alcanza a las personas, especialmente representadas en los maltratados colectivos de profesorado asociado, investigador en formación o becarios de colaboración. Ya es hora, dado que el sistema de estudios superiores catalán ha tocado hueso, que las universidades se sitúen en el epicentro de las políticas de progreso. Parece razonable empezar, hasta recuperar el grado de financiación previo a la crisis, por recuperar la partida de 72 millones de euros que incorporaban, para universidades, los últimos presupuestos de la Generalitat, finalmente no presentados a aprobación.

Si somos conscientes que la universidad catalana, según reflejan sucesivos barómetros del Centre d’Estudis d’Opinió de la Generalitat de Catalunya, es la institución pública mejor valorada por la ciudadanía, bien haría nuestra clase política en no conformarse con la aprobación de retóricas mociones parlamentarias y, en consecuencia, apostar por la consolidación de una sociedad del conocimiento en la que, junto a la tan pomposa exigencia de “excelencia”, se dote a las universidades públicas de los medios que les permitan competir globalmente, desde su autonomía y con un personal en condiciones laborales dignas, por alcanzarla. La universidad pública catalana no necesita de más demagogias ni de lamentaciones que tampoco reflejan de forma fiel los diferentes campus, sino de soluciones eficaces, con recursos asociados, que ya son algo más que urgentes.