¿Ser demócrata es ser liberal? No exactamente. Si entendemos el concepto liberal no como una ideología política que articula una organización política, sino como una actitud de tolerancia, explicación y aceptación, las cosas cambian. Uno puede ser un demócrata porque acepta las reglas del juego parlamentario, el resultado electoral y la legalidad vigente. Pero puede estar en contra de otras opciones a las que considera negativas o perversas, que nunca deberían gobernar o tener un espacio político o social y, si se puede, hay que derrotarlas, hacer lo posible para que nunca triunfen y manifestar en la mayoría de los casos su rechazo. Se toleran porque no hay más remedio, porque se ha de aceptar para que la convivencia social funcione y no queda mejor opción para ordenar un sistema político. La dictadura, ya se sabe, provoca resultados indeseables y al final distorsiona las relaciones sociales, crea conflictos imposibles de resolver, terrorismo, torturas, cárcel y muertes. En ese sentido es conveniente regular las distintas opciones para evitar mayores distorsiones, pero no implica que queramos que otros no tengan posibilidades de gobernar. Abascal, Casado, Sánchez, Iglesias, Torra, etc. pueden ser demócratas, pero eso no les impide que descalifiquen a sus opositores y procuren derrotarlos hasta el punto de que, si desaparecieran o disminuyeran su fuerza, sería mejor para sus proyectos.

Sin embargo, el liberalismo tiene otra dimensión si no queremos hacer de él un elemento de distinción política. Lo fue en muchas ocasiones, liberales contra conservadores, y en algunos casos continúa siéndolo como una plataforma más para competir electoralmente. Pero me refiero a una dimensión diferente, aceptar que existen perspectivas diversas de ver las cosas y entender que aun no compartiéndolas comprendes su punto de vista y los elementos por el que el otro piensa diferente, y captar las bases de sus razonamientos. Podrá contra argumentarse, pero habrá un espacio para analizarlas, confrontarlas y discutirlas, e incluso la posibilidad de aceptar alguna de ellas. No se trata de partir de la idea superficial que se tiene del posmodernismo que establece que no hay verdades ni concretas ni absolutas y que todo depende de las perspectivas personales. No existen hechos, decía Nietzsche, solo interpretaciones. El liberal cree en verdades diferentes a otros, pero intenta incluso penetrar, sin prejuicios, en sus bases teóricas o políticas alternativas sin descalificarlas.

En la estructura de partidos es muy difícil aplicar con plena capacidad una actitud liberal. La propia dinámica parlamentaria hace que los grupos constituidos defiendan las posiciones por las que han sido elegidos. Es complicado aceptar una opinión diferente de lo que piensan los órganos del partido, que han accedido a la dirección de este después del correspondiente congreso. Precisamente Largo Caballero dimitió en diciembre de 1935 como presidente del grupo parlamentario socialista del Congreso en la IIª República cuando Indalecio Prieto, que controlaba la Ejecutiva del PSOE, impuso que los diputados se atuvieran a las decisiones que adopta el partido a través de sus órganos ejecutivos. Aunque hasta mayo de 1936 no se le aceptó la dimisión, era el comienzo de la subordinación del grupo parlamentario a la Ejecutiva. Algo que después de la experiencia de la Guerra Civil y el franquismo se reforzó todavía con mayor fuerza. El poder del partido se evidenció con claridad en una de las pocas veces que, en tiempos de Felipe González, se produjo una tensa votación en la Ejecutiva del PSOE sobre quién debía dirigir el grupo parlamentario después de las elecciones de 1993, si Carlos Solchaga, apoyado por Felipe, o Martín Toval, respaldado por Guerra. Era el ejemplo de que la dirección política era quien proponía al portavoz en el Congreso y el grupo lo ratificaba sin ningún voto en contra. Todos sabían que las listas las controlaba la Ejecutiva.

Ya los diputados del PSC-PSOE en la investidura de Mariano Rajoy, en 2016, votaron no, en contra de lo que había decidido la Gestora constituida después de la dimisión de Pedro Sánchez, rompiendo la disciplina del grupo. Pero antes, en 1988, como he contado en otras ocasiones, nueve diputados socialistas de la Comunidad Valenciana no la siguieron. Por la mañana se había decidido en la reunión de grupo apoyar una moción del PP para proporcionar recursos económicos a los problemas hidrológicos por los que atravesaba el territorio. Por la tarde, en cambio, la responsable de medioambiente, Cristina Narbona, a la que muchos diputados/as calificaban de belleza relajada, convenció a Joaquín Almunia, portavoz de los socialistas y de empecinamiento permanente, para que se cambiara de opinión y diera la orden de votar en contra. Los diputados valencianos no acataron la decisión y en la siguiente legislatura ninguno de ellos repitió. Algunos se ausentaron o no acudieron al pleno del Congreso y así se libraron de ser apartados. No siempre es igual en todos los países democráticos y depende de la cultura política para que se acepte, más o menos, una cierta libertad de decisión en determinados temas, aunque en general existe una disciplina autoasumida.  

El problema no tiene fácil solución, sobre todo por las experiencias de que una excesiva fragmentación parlamentaria contrarresta la responsabilidad de tomar decisiones por parte del gobierno. Es lo que ocurrió en España en la segunda parte de la Restauración (1902-1923) o en la República de Weimar. Y por ello el sistema es calificado de democracia pluripartidista donde todo se encauza a través de los partidos. Al final, ser liberal como actitud lleva aparejado ser un demócrata, pero no al contrario. Hasta ahora no he encontrado esta acepción en las obras consultadas de Isaiah Berlin.