Esta semana nos hemos enterado de que Quim Torra lleva gastados nada menos que 120.000 € en viajes al extranjero, principalmente en visitas a Carles Puigdemont, Marta Rovira y Clara Ponsatí. A finales de octubre pasado se inauguró el fantasmagórico Consell de la República, una especie de Govern en el “exilio” con sede en Bélgica al que se ha invitado a adherirse a un millón de independentistas con el fin de recabar cuantiosas donaciones económicas. Y ayer mismo, ante la previsión de que el expresident huido no pueda volver a España hasta dentro de muchos años, el Consell Executiu aprobó blindarle de por vida con “todos los medios materiales y personales de la Generalitat”. Lo triste es que se utilice como excusa el estado de salud de Pasqual Maragall, aquejado de Alzheimer desde hace 13 años. A veces nos cuesta comprender en qué coordenadas mentales se mueven los dirigentes separatistas, gobernantes de la tan denostada Cataluña autonómica, aunque gracias a ella viven con los mejores salarios públicos de España, mientras se esfuerzan por recrear la ficción republicana en sus discursos y gestos, como cuando hablan de “recuperar” las leyes suspendidas por el TC sin desobedecer nada.

Seamos claros, la idea de la independencia es un proyecto caducado porque se imaginó para una fecha concreta que como muy tarde tenía que materializarse en 2017, al final de los famosos 18 meses preparatorios y la celebración del referéndum. En realidad, la tantas veces anunciada república catalana se ha convertido ya en un futuro obsoleto. Si estableciésemos un paralelismo con muchas de las previsiones hechas sobre cómo sería el final del siglo XX, incumplidas por imposibles o desfasadas, la independencia habría entrado a formar parte del catálogo de paleofuturos. Al igual que esos mañanas prometidos que nunca llegaron, como esos barcos que navegarían por el aire sustentados por globos de helio, los fascinantes coches voladores, la alimentación a base de píldoras, o los bomberos que apagarían fuegos desde las alturas gracias a unas mochilas con alas.

Pero otras veces esas visiones futuristas (utópicas o distópicas, según se mire) no quedan enterradas para siempre sino que renacen en realidades paralelas en el mundo de la ficción (películas, cómics, novelas o videojuegos) o se refugian en ucronías históricas. Por eso, según especialistas en esta fascinante materia como Elisabet Roselló, en lugar de ser paleofuturos se convierten en retrofuturos que tienen vida propia, son un potente recurso emocional, y luchan por suspender el tiempo. Pues bien, algo parecido está ocurriendo desde hace un año con la promesa de la independencia y la república catalana. A partir de los sucesos de 2017, primero con las leyes del Parlament, la celebración del 1-O, y finalmente la DUI, el separatismo intenta vivir en una ficción y reconstruir lo que pudo haber sido y no fue tras ese punto de bifurcación. Y de paso, claro está, eso permite a sus dirigentes instalarse en un cómodo modus vivendi para recaudar nuevos fondos con los que ampliar su videojuego. En definitiva, la independencia se ha convertido en un imaginario retro que solo alimenta la nostalgia por un futuro inalcanzado.