El Gobierno atornilla los impuestos hasta unos límites históricos. El año pasado, la presión fiscal ascendió hasta rebasar el 42% del PIB y en el que ahora corre crecerá todavía un punto más, por el efecto conjunto de los flamantes gravámenes fijados a la banca y a las grandes fortunas.
De tales datos se desprende que los del PSOE siguen practicando con fruición uno de sus deportes predilectos. No es otro que exprimir el bolsillo de los contribuyentes sin tasa ni límite alguno. Los socialistas siempre han demostrado, en tal quehacer, una contumacia digna de mejor causa.
Semejante política acarrea graves secuelas. Una de ellas es la pérdida de competitividad frente a las naciones más desarrolladas.
Tres años atrás, España ocupaba el puesto número 25 entre los 38 miembros de la OCDE, ordenados según sus mayores atractivos en materia hacendística. Desde entonces, ha bajado un montón de peldaños y ya está en el número 34. Por tanto, figura en el pelotón de cola y luce la nada honrosa condición de ser uno de los cinco Estados más repelentes del mundo occidental por sus exacciones tributarias.
De forma paralela, nuestras empresas soportan frente a las de la UE una carga fiscal desventajosa que empeora sin cesar. El año pasado aportaron el 32% de los ingresos públicos, es decir, un tercio más que el promedio europeo, que no llega al 24%.
Ese lastre constituye un freno al crecimiento económico, al tiempo que mengua indefectiblemente la creación de empleo. Es fama y razón que los autodenominados progresistas no solo no engrosan la riqueza nacional, sino que son unos auténticos expertos en repartir miseria a raudales.
La magnitud del expolio que cruje a los ciudadanos desmiente de plano las campañas del aparato propagandístico del sanchismo.
Sus voceros no se cansan de repetir como papagayos la falacia de que las gabelas que padecemos son bajas y es imperativo incrementarlas para que se equiparen a las de nuestros colegas del mercado único.
Asimismo, insisten en que el enorme coste de las medidas para combatir la inflación se ha endosado sobre todo a las espaldas de “los ricos” y de los gigantes corporativos del maldito Ibex.
Lo cierto es que el grueso de la factura lo sufragan las clases medidas y trabajadoras, tal como acontece desde tiempo inmemorial.
En la presente ocasión concurre, además, una circunstancia demoledora. Mientras el pueblo llano las pasa canutas para llegar a fin de mes, la recaudación tributaria está batiendo todas las marcas conocidas.
Esta riada de liquidez se debe, entre otros factores, a una desbordante tasa de inflación de los precios y el coste de la vida, que afecta de lleno a las familias más vulnerables. El Gobierno se niega en redondo a corregirla mediante un adecuado ajuste de las escalas del IRPF.
Se calcula que este torniquete extractivo y encubierto ha proporcionado al Erario nada menos que 22.000 millones en ingresos llovidos del cielo durante los últimos años.
Lo peor del caso es que esa ingente masa de recursos fluye a raudales hacia las arcas oficiales, pero Pedro Sánchez continúa gastando a manos llenas más de lo que ingresa y muestra una incapacidad pertinaz para cuadrar las cuentas.
¿Cómo tapona el agujero? Pues mediante el expeditivo procedimiento de imprimir a todo pasto deuda pública. Ésta ha sufrido bajo su mando una ascensión vertiginosa. Heredó de sus predecesores 1,2 billones y él solito la ha engordado, en apenas cuatro años, en 300.000 millones más.
Los políticos con mando en plaza nunca dan en justificar la inmensa losa de pasivos que están traspasando a las generaciones venideras. Parece que la fechoría les trae al fresco. Habitan en el rabioso día a día, sin prestar la menor atención a las consecuencias futuras de sus derroches.
A este respecto, Pedro Sánchez brinda ejemplos contundentes. Uno de los más palpables reside en la nómina de asesores y paniaguados enchufados al Presupuesto estatal. Se eleva a 1.360, un 45% más que cuatro años atrás. En su mayoría fueron nombrados a dedo. De ellos, 520 figuran a las órdenes directas del propio presidente.
Es sabido que este siente un apego desmedido por la poltrona. Se ha revelado como un fuera de serie, que no duda en anudar pactos con el mismísimo diablo, con tal de seguir disfrutando de las prerrogativas de la Moncloa un minuto más.