El período de la esperanza en la negociación ha sido breve. Unos querían hablar en el Congreso sobre las posibilidades constitucionales de mejorar en algo las limitaciones actuales del autogobierno, fruto de una contrastada interpretación restrictiva del espíritu original de la Carta Marga, y los otros pretendían poner sobre la mesa, presidida por un mediador de postín, la convocatoria de un referéndum legal y pactado para saber qué quieren los catalanes tras estos cuarenta años del denominado régimen del 78. Un imposible metafísico sabiendo quiénes dirigen las operaciones por ambos contendientes y conociendo la presión popular para tirar por la calle de en medio que está soportando Puigdemont y las ganas de conseguir una nueva victoria patriótica tras Perejil que rodea a Rajoy.

Aparentemente, por unos días, las estrategias coincidían al entorno de la palabra mágica de la negociación, sin embargo era un espejismo. El presidente de la Generalitat no podía manejar por mucho tiempo el aplazamiento de la puesta en marcha de la república prometida en base a una expectativa de diálogo improbable o una crisis de la deuda que ablandara, vía urgencia financiera, la resistencia del Estado a cualquier otra cosa que no sea la aplicación de la dura ley. El ingreso en prisión de los dos Jordis, atribuida a la dirección de un tumulto que será difícil de probar en su momento, habrá actuado de acelerador de un desenlace prácticamente inevitable, pero el auto no era imprescindible para llegar al punto álgido del conflicto por parte de los independentistas. Incluso para Moncloa habrá resultado un engorro; una campaña para la libertad de "presos políticos" no se contrarresta tan fácilmente.

Ante la disyuntiva del 155 ó 155 planteada por Moncloa para empujarle a la heroicidad, el presidente de la Generalitat optará por la heroicidad

La decisión del Gobierno Rajoy para aplicar el artículo 155 no necesita de ninguna proclamación de independencia ni de la activación de la ley de transitoriedad porque su justificación se remonta al mes de setiembre, al momento en el que la mayoría independentista del Parlament decide romper con el Estado de derecho, la Constitución y el Estatut. Desde aquel día, el Gobierno de la Generalitat está fuera de la ley, según descripción de Felipe VI. Vuelvan a la ley o les regresaremos al redil por la fuerza del 155, dijo la mayoría del Congreso.

El 155 pues podría haber entrado en escena sin más, hace ya días. Pero se ha ido retardando, porque a pesar de no depender de la DUI, esta declaración debe valorarse como decisiva para demostrar al resto de Estados de derecho de la UE y de la ONU que el Gobierno Puigdemont está fuera de la ley, definitivamente. Y contra una amenaza a la estabilidad de las reglas de juego, todo vale para un Estado de derecho. Esto también lo sabe el presidente de la Generalitat porque se lo habrán dicho sus contactos exteriores: la línea roja de la proclamación no debe cruzarse, si se pretende mantener viva alguna simpatía entre los actores internacionales más influyentes.

La CUP, ERC, las entidades independentistas, el runrún ensordecedor de la decepción de la mayoría de los votantes del 1-O, la jueza de la Audiencia Nacional, la carta del presidente Rajoy, las dificultades para la identificación de un mediador relevante, la inminencia del 155, la fuga empresarial, todo ha jugado en contra del modesto intento contemporizador de Puigdemont. Ante la disyuntiva del 155 ó 155 planteada por Moncloa para empujarle a la heroicidad, el presidente de la Generalitat optará por la heroicidad. La amenaza de la acusación de traición por parte de los suyos es una carga que un independentista de Amer, nacido para la independencia, no puede soportar, ni imaginar. Y entonces, cuadrará el círculo.