El caso de las tarjetas “black” de Caja Madrid ya es historia pasada y pronto constituirá apenas un mal recuerdo. Pero el pueblo soberano haría bien en tenerlo presente mucho tiempo, con objeto de impedir que los políticos incurran nunca más en el expolio de las instituciones de ahorro.

El mentado episodio se saldó con penas máximas de hasta 4 años y medio de cárcel para algunos acusados. Solo 4 de los 15 condenados a prisión siguen en ella. Los otros 11 lograron este verano acceder al régimen de semilibertad y ya acuden al penal a dormir de lunes a jueves.

Estos 11 privilegiados son cinco consejeros de Caja Madrid nombrados a propuesta del PSOE, cuatro en representación de los sindicatos UGT y CCOO y dos por PP e Izquierda Unida.

Al día de hoy siguen entre rejas el exvicepresidente del Gobierno Rodrigo Rato, el exsecretario de Estado de Hacienda Estanislao Rodríguez-Ponga, del PP, más José Antonio Moral Santín y Francisco Barquero, designados por Izquierda Unida y CCOO.

El que peor lo tiene es el antaño todopoderoso mandamás económico Rodrigo Rato. Al margen de este asunto, desde diciembre se le juzga por la salida a bolsa de Bankia, que significó una tomadura de pelo en toda regla a los inversores. La fiscalía le pide 5 años de cárcel. Adicionalmente, en breve comenzará otro juicio contra él por el cobro de comisiones relacionadas con unos contratos publicitarios que Caja Madrid firmó cuando Rato era su presidente.

El asunto de las tarjetas black acarreó a la entidad un gasto de 15 millones entre 2003 y 2012 repartidos entre un centenar de desaprensivos que integraron, en uno u otro momento, los órganos de gobierno de la gran caja capitalina.

Semejante suma es una ínfima gota en el inmenso océano de las ayudas por valor de 23.000 millones que hubieron de inyectarse a la firma para evitar su quiebra.

Sin embargo, el escándalo de marras se recordará con toda probabilidad como uno de los máximos exponentes del latrocinio generalizado que un turba de políticos de toda laya y color perpetraron en las antaño muy sólidas y pujantes cajas de ahorros.

Es de recordar que el consejo de administración de Caja Madrid formaba un totum revolutum incestuoso, una especie de organización vertical, donde mangoneaban a discreción PP, PSOE, Izquierda Unida, las organizaciones obreras UGT y CCOO, amén de las patronales CEOE y CEIM. Para que ningún flanco quedara sin cubrir, el sanedrín contaba en sus filas hasta con Rafael Spottorno, exjefe de la Casa Real.

En resumidas cuentas, todo bicho viviente trincó con descaro y gozó de la protección de las formaciones políticas que les servían de amparo. Por tal motivo, éstas les dieron su protección y, al destaparse el embrollo, miraron púdicamente hacia otro lado, se hicieron el sueco y se lavaron las manos como Pilatos.

Los señores consejeros se fundieron los 15 millones reseñados en todo tipo de dispendios, incluidos viajes, hoteles, grandes almacenes, restaurantes, zapaterías, peleterías, tiendas de muebles, floristerías, y hasta “masajes filipinos”, que vaya usted a saber qué demonios es eso, aunque suena bastante mal.

Alguno de ellos, en el colmo de la desfachatez, continuó utilizando el plástico VIP incluso después de haber cesado en el cargo.

El festival de abusos, robo, despilfarro y malversación se saldó con penas máximas de cuatro años y medio de cárcel. Ya solo quedan entre rejas cuatro de los casi cien condenados. Y no falta mucho para que, Rodrigo Rato al margen, el resto acabe saliendo a la calle.

Pero la bacanal de dinero rápido y el modelo putrefacto de gestión fulminaron para simpre la reputación y honorabilidad de esa pléyade de espabilados, que quedó manchada de por vida.

El capitalismo de amiguetes que encarnan las tarjetas black es quizás la expresión más desvergonzada de la merienda de africanos en que se convirtió Caja Madrid.

A la vez, el saqueo orquestado en las cajas por los políticos corrió paralelo con el de algunos ejecutivos de las propias cajas, con su festival de fondos de pensiones, indemnizaciones escandalosas y créditos fraudulentos. Entre unos otros consumaron uno de los mayores atracos –si no el mayor– que se han cargado nunca a las espaldas de los contribuyentes españoles.

En mi opinión, una lección cardinal se desprende de lo sucedido. Es esta: nunca más debería tolerarse que los cabecillas de los partidos políticos vuelvan a poner su mano pecadora a gestionar entidades financieras.