Pensamiento

Necesitamos Quijotes en política, necesitamos a Charlie Skinner

9 enero, 2015 08:53

Hace unos días disfruté del sexto capítulo de la tercera temporada de la serie de televisión “The Newsroom”. Al final del mismo, el protagonista, Jeff Daniels, realiza un panegírico del personaje interpretado por Sam Waterston, director en la ficción de la cadena de noticias ACN. Decía así: “Charlie Skinner estaba loco, se identificaba con Don Quijote, un viejo con demencia que creía poder salvar el mundo de una epidemia de incivilidad actuando como un caballero. Su religión era la decencia, y se pasó la vida combatiendo a sus enemigos. (…) La lucha sólo acaba de empezar, porque él nos enseñó a estar también locos. Eras un hombre Charlie, un grandísimo hombre”.

No hay una cultura organizacional que pueda mantenerse si quienes integran dicha organización no la aceptan, la comparten o la toleran

Es ya habitual en el creador de esta serie, Aaron Sorkin, hablarnos no tanto de cómo son las cosas, sino de cómo deberían ser. Ya hizo algo parecido en otra serie de culto como 'El Ala Oeste de la Casa Blanca'. Quizá por eso, las palabras que Sorkin pone en la boca de Will McAvoy / Daniels me han hecho pensar en la necesidad que tenemos de muchos Charlie Skinner en nuestra vida política, de muchos Quijotes. Mientras él pretende hacer periodismo crítico, no populismo o periodismo complaciente, nosotros deberíamos plantearnos en serio el hacer política de otra manera.

Llevo escasamente dos años como militante político. En este tiempo me he convencido más que nunca, de la importancia que tiene el cómo hacemos las cosas. Y este punto, tristemente empolvado, creo que comienza en nuestra propia casa; los partidos políticos. Que nadie se frote las manos pensando en una crítica a mi partido. Mi reflexión es general y afecta a la militancia de todos los partidos. Porque somos las personas las que hacemos las estructuras, porque no hay una cultura organizacional que pueda mantenerse si quienes integran dicha organización no la aceptan, la comparten o la toleran.

Soy consciente de que la condición humana es una suma se sombras mitigada con alguna luz esporádica. No creo que la vida política sea una excepción como pretenden algunos. La ejemplaridad que le atribuyo no es la impecabilidad que otros le exigen. Por eso, dicho sea de paso, coincido plenamente con Albert Rivera cuando sostiene que nunca podremos garantizar la ausencia de corruptos en política, pero sí pueden crearse estructuras que sean fruto de un cambio de actitud, que acaben con su impunidad, que los persigan, sancionen, inhabiliten sin indultos infamantes y que dificulten los compadreos y las penumbras al amparo de las que se lucran.

Somos como somos. Pero eso no debe ser obstáculo para reflexionar sobre cómo se organizan nuestros partidos. Tanto aquellos que amparados en la demagogia y el radicalismo apelan al sentimiento más irracional, como los que mediante la complaciente administración de medias verdades y mensajes edulcorados envueltos de falaz racionalidad, mantienen a la ciudadanía en un letargo intencionado.

El creciente descrédito de los partidos ante la opinión pública y la errática o vergonzante gestión de muchos de ellos durante la profunda crisis económica actual, han llevado a algunos a creer que su reforma y democratización interna son centrales para asegurar la estabilidad de la democracia y la gobernabilidad. Sin partidos transparentes, incluyentes y responsables, tanto ante sus miembros como ante la sociedad, la regeneración no será posible. No discuto este planteamiento. Tiene parte de razón. Efectivamente, no creo que podamos hablar de una verdadera vida interna de los partidos españoles. Más que vivir vegetan, sustituyendo la reflexión, el discernimiento y el debate de ideas por una amalgama de conductas disfuncionales nada ejemplarizantes: Maniobras personales de militantes “trepas” con ínfulas de cargo público, acciones represivas de burócratas de escasas cualidades y pobres trayectorias profesionales, que autoafirman sus pequeños egos mediante parcelas de poder partidista, oligarquías más obsesionadas por mantener el control del partido que dirigen que por solucionar los problemas de la ciudadanía (Robert Michels ya hablaba en 1911 de la Ley de Hierro de la Oligarquía) o redes clientelares que arrollan a quien obstaculice su camino hacia el dorado hemiciclo o el argénteo consistorio.
La astucia del mediocre es un valor generador de continuas estrategias para alcanzar la cima. Es el arte de la maquinación, de la habilidad para buscarse la vida. Embarcados en una cruzada populista, muchos políticos propugnan una renovación que, más allá de las caras, en el fondo sólo aspira a cambiar las posaderas que ocupan las poltronas. Han olvidado el motivo fundamental para el que se crearon sus puestos de trabajo temporal: el bien común

La mediocridad política no puede generar convicciones elevadas ni propósitos situados por encima del ras

Pero esta situación no es únicamente responsabilidad de la clase política, la tradicional, la obsoleta, la renovadora o la revolucionaria. Sería fácil y simplista creerlo así. Estos dirigentes son producidos por una parte del cuerpo social y se retroalimentan con su electorado mediante la limitación intelectual de sus planteamientos, la demagogia de sus discursos y el eslogan facilón en sus campañas.

En estas circunstancias los partidos políticos, que necesitan ganar elecciones para sobrevivir, se enfrentan al desafío de las formas. Por eso el debate interno es considerado una muestra de división, un ejemplo de debilidad que suele ser castigado en las urnas. Gran excusa para perpetuar la anomia asiliente que deforma la percepción que tienen de sí mismos, de lo que hacen y de lo que ignoran. No puede sorprender que en ese contexto los pragmáticos se adapten por conveniencia a planteamientos improvisados, análisis superficiales y conclusiones arbitrarias o parciales que se defenderán con la más monolítica unanimidad por quienes incluso carecen de argumentos para justificarlos. Todo sea por la imagen del partido y sus posibilidades electorales.

Parafraseando a Sulgida Nin, los dirigentes mediocres y el cuerpo social que los alimenta, los elige y los sigue, se convierten en un pantano donde, lenta pero inexorablemente, se va hundiendo el concepto mismo de democracia. Porque la mediocridad política no puede generar convicciones elevadas ni propósitos situados por encima del ras.

La mediocridad conduce a un debate político insustancial, secundario, incapaz de producir alguna modificación. La mediocridad hunde más en la mediocridad. Es el triunfo de las pantanosas medianías grises.

El marketing, los asesores de estrategias, los cuadros de los partidos políticos que dominan sus organizaciones quitándoles toda labor de mediación, repitiendo necedades u obviedades, los candidatos que no pueden hilvanar una frase completa reflejando su incapacidad de pensamiento, todos ellos, más el agregado de la tecnología actual, conforman el cuadro lamentable en el que se envuelve dicha mediocridad, amparada por una espiral del silencio que amordaza a líderes y militantes, como explica con acierto Daniel Eskibel; “Quienes piensan distinto tienden a ocultar o disimular o por lo menos aminorar la potencia de sus ideas. Entonces la mayoría es cada vez más mayoría y la minoría cada vez más minoría (…) Entonces no contradicen la opinión mayoritaria. No opinan contra lo "políticamente correcto". A veces no hablan. Otras veces disimulan y ocultan. Como si pensar contra la corriente mayoritaria significara quedar fuera de la tribu”

Así pues, ¿qué es lo que falta? La mentalidad quijotesca de Charlie Skinner

Todo lo dicho es cierto, pero no suficiente para sacar del coma inducido a los partidos. Porque en el fondo hace falta algo más. Obviando la ingobernabilidad en la que podrían caer partidos excesivamente democráticos en opinión de algunos, está claro que los partidos no democráticos afectan la confianza de los ciudadanos y la calidad del sistema democrático. La democracia interna de los partidos puede y debe ser facilitada por mejores estructuras y procedimientos más abiertos. Pero si tan sólo pivota sobre estas premisas, siempre será endeble.

Puede haber elecciones internas para elegir candidatos y representantes pero que el partido continúe siendo oligárquico y cerrado a los militantes de base. Puede ser que un partido integre a diversos subgrupos en sus candidaturas, pero que esos candidatos sean elegidos “a dedo”, sin una participación efectiva de los militantes ni competencia real entre diversas candidaturas. También pueden hacerse elecciones internas para seleccionar candidatos, pero que sean sólo vehículos de legitimación de decisiones previas de una camarilla.

Así pues, ¿qué es lo que falta? La mentalidad quijotesca de Charlie Skinner.

Toni Judt sostenía que la tolerancia inherente a una verdadera democracia es estar seguro de no representar a la totalidad ni tener el monopolio de las buenas intenciones, no excluir al discrepante como “irracional”, aunque lo considere profundamente equivocado. Que el peligro para la democracia procede de la falta de discusión, la presión unánime, la imposición de lo políticamente correcto o de hacer pasar lo particular por el punto de vista universal al que todos deberían plegarse. ¿Alguien cree que estos peligros no son las funestas realidades en las que viven nuestros partidos?

Un partido democrático será aquel en el que líderes y militantes que acepten y ejerzan el pluralismo, favoreciendo la participación de todos en cada proceso. No tanto porque sus estructuras sean más o menos permeables o equitativas, sino porque en su fuero interno entienden y asumen el disenso, la reflexión conjunta y el debate de ideas como elementos esenciales de la vida política. Una democracia de consenso permanente, retomando a Judt, no será una democracia durante mucho tiempo. Y eso también es válido para la vida interna de los partidos.

El valor moral necesario para mantener una opinión distinta y defenderla ante unos votantes irritados o unos políticos mayoritariamente centrados en alcanzar sus propias ínsulas Baratarias, sigue escaseando en todas partes. El aparente consenso interno en los partidos, también supone el final de la confrontación y las alternativas, o lo que es lo mismo, el final de la política.

Por eso debemos defender por encima de todo un cambio de mentalidad. Una nueva forma de hacer política que recupere el bien común como fin y la ética como requisito previo. Una narración moral, una descripción coherente que atribuya una finalidad a nuestros actos de forma que los trascienda. Como sostiene Gutiérrez Rubí: "Ha llegado el momento de sembrar ideas y valores, si queremos los frutos de una ciudadanía comprometida en su propia vida y en la de los demás como la de una visión única e interdependiente".
Desterrar la mediocridad, el sectarismo o la hipocresía no lo consiguen las estructuras, sino las personas. Y no hay verdadero compromiso con un objetivo o una idea que no hayamos integrado plenamente en nuestro fuero interno. ¿Difícil, irreal, utópico? Tanto como combatir molinos de viento.

Una nueva forma de hacer política que recupere el bien común como fin y la ética como requisito previo

Pero estoy convencido de que sólo al enfrentarnos lanza en ristre a esos fantasmas, por inaprensibles que parezcan, conseguiremos que líderes y candidatos sean verdaderamente elegidos por los afiliados, o que las decisiones sean inclusivas y tomadas con la participación real de los afectados; que los órganos de gobierno no discriminen la integración de los diferentes grupos -incluso aquellos que son minoritarios- y que aquellos que piensen distinto puedan expresar sus preferencias sin temor a ser postergados. Sólo entonces los candidatos, cargos públicos y representantes rendirán cuentas de sus actos a través de mecanismos de control efectivo, respetando los derechos y responsabilidades que garantizan la igualdad de los afiliados en cualquier proceso de toma de decisiones. Porque recuperar las ideas en política supone recuperar valores. Y no hay legitimidad en la reivindicación de valores no vividos.

Judt acaba su alegato afirmando que la disposición al desacuerdo, el rechazo o la disconformidad –por irritante que pueda ser cuando se lleva a extremos- constituye la savia de una sociedad abierta. Por eso, creo yo, necesitamos personas que hagan una virtud de oponerse a la opinión mayoritaria cuando sea conveniente.

Necesitamos Quijotes que reivindiquen una política con profundidad y sentido que sea verdadero instrumento de cambio social.

Necesitamos soñadores que no teman enfrentarse a esos molinos. Necesitamos a Charlie Skinner.