Puigdemont ya sabe que su santuario no es ninguna garantía de futuro y Junqueras quiere olvidar el cáliz amargo del penal; Torra, por su parte, el jardinero del Patio de los Naranjos, no es precisamente el botánico que embelleció la antigua Ática. A pocos días de ser judicialmente inhabilitado, el president-jardinero desafía el Estado; levanta cortinas de humo para tapar que la Cataluña del procés ha recortado su gasto social en un 8,8%, mientras que las demás autonomías españolas lo han aumentado de media el 15%. Eso quiere decir que los catalanes afrontamos la mayor crisis económica de nuestra historia con un sistema de Bienestar depauperado. Son los últimos datos de la Autoridad Fiscal Independiente (Airef) y del Banco de España. Incontestable.

Con el voto de Ciudadanos y el PNV, los Presupuestos del Estado superarán el trámite parlamentario. Junqueras y su gente saben que ya no son una amenaza para el Gobierno de coalición. De bajada, la inercia les llevó en volandas hasta la engañosa desconexión; pero de subida, hay que inventar el futuro, entrar en la auténtica praxis política, elaborar un discurso sin excesos ideológicos ni aparatos de propaganda, y de eso no saben. Son paisanos de rectoría; huelen a cirio quemado y a palimpsesto racial.

Madrid debe anunciar a Bruselas el techo de gasto antes del 15 de octubre, si quiere cumplir con la Ley de Estabilidad Presupuestaria; aunque la estabilidad está hoy suspendida bajo la hegemonía de la legislación europea, que mantiene activada la llamada “cláusula de escape”. Ni siquiera es necesario ya el apoyo de la cámara para incrementar el déficit público. El Ibex lo entendió a la primera en la Casa de las Américas, el pasado lunes: el Gobierno tiene asegurados 40 meses por delante, tres años y medio. Botín (Santander), Pallete (Telefónica) y Pablo Isla (Inditex) son más diligentes que Casado y su troupe; los grandes operadores del mercado tienen claro que la actual Moncloa no presenta una alternativa viable. Desde que la UE financia la mayor parte de los programas de gasto, en España se puede hacer política presupuestaria sin tener el Presupuesto refrendado por el poder legislativo.

Inés Arrimadas y Edmundo Bal no existen hasta que no revaliden su voto de 2017, lo que ya es casi imposible. Podemos, por su parte, se gasifica cada día un poco más. Las salidas de tono de Iglesias –“primero yo y siempre yo”, ¿Dónde lo ha leído?-- han perdido capacidad de intimidación desde que ayer escenificó un pacto con Sánchez para mantener unido al Gobierno, cueste lo que cueste.

La política ha perdido su proverbial flexibilidad; ahora es una agenda de bloques enfrentados que no interactúan. Y esta muerte súbita de la dialéctica rige a favor del Gobierno, por mal que lo haga. Sánchez vive en el diván de la gloria desde que la última Cumbre de la UE aprobó el gran paquete de rescate y crédito. Cada día que pasa, Bruselas le fortalece en el cargo; y Ciudadanos solo puede avanzar como alternativa, si mantiene su coartada de moderación liberal, a los ojos de la Comisión.

En Cataluña, cada paso del soberanismo significa una pérdida de derechos. No es ninguna novedad. La independencia es una forma de oscurantismo medieval, al estilo del que profesan los negacionistas del Coronavirus. Pronto recordaremos la crónica de estos días como una arqueología sentimental del verde paraíso, antesala acaso de la triste noche. Mientras tanto, la crisis entre JxCat y PDCat es algo más que un socavón anunciado, tal como se ve en el gesto contrito de Gabriel Rufián, el portavoz que ha dejado de ser sacrílego para recogerse bajo el código moral de casi todos; y lo mismo se adivina en el rostro crispado de Laura Borràs o Marta Vilalta, las puritanas Temple Drake del post procés.

Una parte del nacionalismo vindica su pasado convergente y se distancia de la corte de Puigdemont. ERC se sabe muerta y Artur Mas se queda en el nuevo PDECat, allí donde el catalanismo romántico sobrevive en tiempos de iniquidad. Lo que queda de la vieja Convergència se ha convertido ahora en una especie de PNV. En Cataluña, la patria es el arte de la mentira; la refuto igual que aborrezco a Goering, aquel nazi que al oírla cacarear le quitaba el seguro a su Browning.

En este magma hirviente de la reentré, el soberanismo languidece ¿Es el fin del chantaje? ¿O solo, su penúltimo capítulo?