¿Será verdad que cada vez es más fácil acceder al poder y más fácil perderlo? Politólogos y sociólogos han decido al fin desentrañar el misterio electoral del país menos poblado de Europa. Aquí pasamos, sin solución de continuidad,  de la multitud al silencio de valles y planicies; de las periferias, con bouling, Big Mac y decenas de salas de cine, al desierto de Monegros o al secarral de La Alpujarra. Los expertos saben muy bien que nos precipitamos hacia la réplica de los “chalecos verdes” franceses, cuya versión española denuncia una brecha profunda entre el mundo rural y el urbano. En plena cuarta revolución tecnológica, reaparece con fuerza aquel divorcio campo-ciudad que se le solía atribuir a la primera Revolución Industrial. Estamos en el instante anterior al despliegue, en el coup de foudre (flechazo) de los que quieren jarana, dada la fragilidad de nuestras certezas. He aquí un ejemplo, en pleno auge de las iniciativas populares: los impulsores de la restricción de la caza han espoleado a la escopeta nacional, pero en la calle, solo protesta el jornalero. Paradojas del latifundio.

No hace falta repetir que el peor fantasma que recorre Europa es el nacional-populismo, un ideal muy bien visto en la Cataluña de la “gangrena interior”, como decía Pla. En el resto de España, este movimiento se está activando con vista a las elecciones europeas de mayo, a las que Arnaldo Otegi y Oriol Junqueras han barruntado, en algún momento, acudir con una lista unitaria. Aunque Esquerra se ha distanciado de la idea, el pasado domingo, el mismo Otegi insistía en Vitoria en que todos los independentistas españoles sumen fuerzas. Aprovechando la inercia favorable de la circunscripción electoral única de las europeas, los nacionalismos querían presentarse como una amalgama entre EH Bildu, ERC, PDcAT, JuntsXCat, La Crida y el BNG gallego; también se subiría en el estribo Junts per la República, un partido de cuadros, muy vintage, que acaban de crear los amigos Ferran Mascarell y Agustí Colomines. Llegó a decirse que Junqueras sería el primero de la lista conjunta y a Puigdemont le faltó tiempo para ofrecerse como segundo, lo que provocó la desaprobación general de la tropa, como le ocurre a la “esperanza trágica” de Carmen, en la ópera de Bizet.

Los republicanos son indepes, pero no tontos. ERC no quiere ir de la mano de PDeCAT ni de Junts, ni de la Crida. Pero reconoce que el modelo europeo, basado en el consenso político y la estabilidad económica, se ha convertido en un espacio incómodo para los soberanistas; especialmente, después de que el PDeCAT fuera expulsado de la Alianza de los Liberales y Demócratas por Europa (ALDE) en octubre, por las presiones de Ciudadanos. Esta incomodidad choca con el hecho de que, si no van juntos, peligra su representación en la Eurocámara. Y ahí es donde Junqueras está pillado por Arnaldo Otegi, ya que ambos sueñan en sobrevolar la España vacía a lomos de Leviatán. La conexión del líder republicano con el independentismo vasco, vía Tarragona (Josep Bargalló, consejero de Enseñanza, y Antoni Batista, analista fino del mundo de la Euskal Herria combativa), le recuerda que las europeas se ganarían con la unidad indepe peninsular; de lo contrario, les cabe esperar una diáspora calamitosa. Es blanco o negro; no hay grises, como en el cine de Godard, porque “la imagen es hija de lo oscuro”, escribió el director de la Nouvelle vague.

Si los soberanismos vasco, catalán y gallego fueran juntos, el mapa de calor de la anti-España poblaría el Parlamento de Estrasburgo. Sin embargo, antes de admitir semejante hipótesis, a sus votantes potenciales convendría recordarles  que la patria hiperbolizada es hija espuria del Anticristo, aquel que hace regalos engañosos, envueltos en el celofán de las palabras bonitas, pero que son el cemento de la xenofobia y el anti-europeísmo.