La calumnia es una verdad mal narrada. Nadie se acuerda ya del último CIS que descubrió a un 71% de españoles partidarios de la negociación política en el contencioso catalán. Los nacionalistas calumnian el sentido común del ciudadano medio; hacen lo imposible para romper la paz. La tensión crece ante el Gran Juicio con reos acusados de saltarse la Constitución en la declaración unilateralidad de independencia y con un ministerio fiscal cuya imagen se debilita por el flanco de la acusación popular ejercida por Vox, un partido marciano.

Estamos ante un proceso garantista en el que se juzga el golpe del irredentismo indepe que ha decapitado la apuesta constitucional de la mayoría social catalana. Valdrán las pruebas, no los apriorismos. Recordemos que el mismo Manuel Marchena, presidente de la Sala de Enjuiciamiento del Supremo, en el auto de admisión de la querella, dejó abierta la posibilidad de que los hechos no fueran constitutivos de delito de rebelión. Marchena expresa hoy la profesionalidad densa frente al flirteo tontorrón de Ignacio Cosidó, el senador que habló de arreglos por la puerta trasera para probar la rebelión. El portavoz del PP en la Cámara Alta es la cólera del rango frente al mérito, una demostración de que el rigor judicial convive con la manga ancha de la política de café. Su extravío prevaricador nos muestra porqué atravesamos una caída de lo político frente al éxtasis de lo judicial. En nuestra historia reciente, esta distorsión ha recorrido los tres poderes del Estado: ha ido desde la hegemonía del Congreso (Transición), a la hegemonía del Gobierno (el Aznar de la segunda legislatura) y, finalmente, a la hegemonía de la Justicia, con el peso excesivo actual del CGPJ.

El juicio pondrá al nacionalismo ante el espejo. Mírate a ti mismo y abre la ventana; es hora de escapar, de "mudarte algún día al barrio de la alegría", que diría Sabina. La exohistoria de un pueblo en relación con el resto del mundo nos ayudará a "rechazar fabulaciones patrioteras heredadas de la tradición romántica", escribe Josep Ramoneda en el prólogo de Historia mundial de Cataluña, un manual coordinado por Borja de Riquer (Ed 62). Poner al país en el mapa del mundo "evita la sublimación de las naciones como moderna fuente de legitimación". La relativización aportada por la ciencia nos permite desmitificar amagos escondidos, como el falso destino de pueblo escogido, dotado de su propio Sinaí (Montserrat), convertido ahora en mausoleo de la pederastia que azotó a generaciones de pequeños cantores.

El nacionalismo catalán se ha gestado en el semen dicenti, la palabra que insemina la mente. Pero deberá revisar sus alianzas, porque acabamos de entrar en la España nueva de las sumas que restan (Izquierda Unida - Podemos) y las divisiones que suman, como  PP, Cs y Vox. Las noches de invierno han congelado a los dos irredentismos, el catalán y el de Vox, enfrentados en el Gran Juicio. En el Madrid menos venal que nostálgico, el veterano músico Noel Soto nos convoca  a un ciclo de conciertos  --"si la luna dice no, en la calle del deseo…"-- en el Hard Rock de Plaza Colón, frente a la explanada desierta de las Tres Derechas.

Aprovechando la presión del juicio del siglo, Puigdemont sale de la cueva. Para celebrar su conspiranoia, el expresident festeja el fin del socialismo en su residencia belga, al estilo del famoso baile de la duquesa de Richmond, en la víspera de la batalla de Waterloo. Es un hombre que asume la fuga como un mérito y, al mismo tiempo, se muestra optimista, como si tuviera de su lado a la horda negra (la caballería prusiana). Piensa en facilitarle a Pablo Casado la llegada al poder para que se agudicen las contradicciones. Su levedad dialéctica resulta impropia, incluso para él, un saltimbanqui de revolución pendiente.

Con letrados y políticos entrando y saliendo del Supremo, el Puente Aéreo vuelve a servir cafés en la cabina. Ada Colau, mediopensionista del soberanismo, dice en pleno vuelo que el juicio no ofrece garantías, pero Carmena, bastante más docta, afirma que la vista del procés será garantista y justa. En fin: ne quis iudicum iudices (dejemos a los jueces lo que es de jueces).