La vanguardia política del independentismo trata de inventar una burguesía al frente del movimiento. Su último mérito es colocarla en el Liceu, la gran ópera barcelonesa, para hacer visible su presencia en las trincheras de la cultura. Una parte del ala radical republicana está representada en los autoproclamados Comités Coco Chanel, rimbombante y peripatético, compuesto por visitantes de Le Bon Marché, los grandes almacenes en versión chic situados en la confluencia de Sèvres y Babylone, con el objetivo de revisitar el look del perfecto habitante parisino de la rive gauche. Esta gente cuelga esteladas en los entreactos y adereza la función con gritos de llibertat! al final del último acto. Qué daño hace el turismo político.

Son los mismos que queman basura, cortan carreteras y bloquean peajes; acompañados, eso sí, de las terminaciones nerviosas del mundo indepe que ha renacido a la sombra de los núcleos familiares con palco en el Gran Teatro y mesa en el Círculo del Liceu, enjambre puntillosos del último aliento misógino de Occidente. Son, entre otros muchos, los Carulla, Vila-Casas, Rodés, Madí, Daurella, Bertrand o Puig, junto a los nuevos ricos como los accionistas de Mediapro (los amigos Benet y Roures), Meyer (Desigual), tenderos de éxito, como los Font (Bon Preu y Esclat) o los Carbó, y un montón más. Digo terminaciones nerviosas porque es evidente que no opinan en bloque; más bien se diría que están peleados entre ellos, uno de los logros prístinos del maldito procés.

Los indepes del Liceu desconocen incluso los libretos que corean. Es el caso de hace algunos días cuando "una gran parte del público asistente" a la representación de la ópera Andrea Chénier, coreó cuando el telón caía gritos de "llibertat Puigdemont" y "llibertat presos polítics", sobre los hombros desconcertados del tenor Jonas Kaufmann, en el papel del poeta condenado a muerte por la Revolución Francesa. Era como si el protagonista fuera un antecesor de los líderes catalanes encarcelados. A los muchachos del Coco les conviene una dosis del erudito Roger Alier; sabrán quién fue Chénier y que parte de la Montaña lo ejecutó, como recuerda bien Pedro J. Ramírez en su artículo La profanación de André Chénier. Los chicos de la estelada se suman a la inconsistencia que recorre Europa desde la “querella de los bufones”, la controversia del setecientos entre los los defensores de la música francesa, agrupados tras Jean-Philippe Rameau, y los partidarios de italianizar la ópera francesa, como defendió Jean-Jacques Rousseau. Este tipo de disputas se han leído en los papeles, se han celebrado en las tabernas y han sido objeto de indiscreciones diplomáticas en los salones del Marais o en los castillos del Rin. Hace mucho, las peleas llegaron a Sur, a La Fenice de Venecia, o la Escala de Milán; y pasaron por Viena, donde un sobrino de Wittgenstein (el filósofo) convirtió las plateas en broncas absolutas cada vez que aparecía Herbert Von Karajan al mando de la Filarmónica de Berlín. Se subía a su butaca y clamaba contra los acordes ordenados por el gran mago de la batuta. El novelista austríaco Thomas Bernhart llevó el caso del sobrino, amigo personal del escritor, a un libro excelso que revela el humor opaco de los bosques húmedos debajo de los Alpes.

Nunca pude imaginarme que Artur Mas, aquel muchacho de casi primera comunión, presentado como economista de la UB, fuera capaz de montar este zarrapastroso desastre. De montarlo y de marcharse de rositas cuando todos van cayendo

Para evitar el fácil contagio, les diré que el nacionalismo italiano y el estandarte de Verdi pertenecen a la calle, a la gente que hizo suyos los grandes momentos. La reunificación fue obra de Mazzini, Víctor Manuel de Saboya o Garibaldi, pero la iniciativa cultural fue obra del músico. Muchos han visto un teatro entero acompañando a los coros de Nabucco; pero la platea del sobrino y los palcos barceloneses de la falsa burguesía no se les parecen en términos de ardor patriótico. Al acercarse al fuego sagrado, unos crean y otros destruyen. Las disputas musicales y políticas han irradiado el continente, pero la palma del cruce disparatado en el que la política utiliza a la ópera se la lleva la bomba del Liceu, las dos Orsini que cayeron sobre la platea en 1893, un capítulo triste para enterrar en el olvido.

Los comités llegan con la intención de dar un aire inteligente a la paranoia nacionalista. Para ellos el tiempo presente no tiene valor si no de tránsito, es un respiradero de la eternidad que vivirán cuando se implante la República catalana. Van al encuentro del espíritu de la nación, son agustinianos puros. Quieren convertir el país tornadizo de sus mayores en una gentileza que será admirada por media Europa. Visitan París en viajes relámpago de ida y vuelta, como si aquí no tuviésemos mejores librerías (que las tenemos, como Central, Laie o Bernat). Pronto desaparecerán, pero no fruto de ninguna represión; será cuando el procés estratifique sus alianzas ya que los movimientos espontáneos monitorizados y alimentados por otros tienden a marchitarse muy pronto; les puede la taxonomía de la Realpolitik. Los Coco Chanel, como sus primos hermanos, los rompe-peajes, tienen en su seno la huella de lo espontáneo; no sabrán liberarse del goce del cambio por el cambio; se habrán permitido clavar su poética en la historia, sin llegar a la mística ascética que pregonaron sus padres putativos del lejano 68. Digamos, desde una izquierda algo melancólica, que no saben na de na.

El Dragon Khan de la etapa del Estatut fue una atracción de feria frente al choque de pasiones de hoy. Queda corto incluso el primer aviso de Artur Mas en su carta a los reyes de Moncloa, en 2012. La verdad, nunca pude imaginarme que aquel muchacho de casi primera comunión, presentado como economista de la UB, fuera capaz de montar este zarrapastroso desastre. De montarlo y de marcharse de rositas cuando todos van cayendo. Es de nota y mandíbula batiente, la misma que tienen Mas-Colell, Felip Puig y otros, inventores de estructuras de Estado, hoy emboscados. Tambien actúan de melómanos en la platea del Liceu. Disfrutan del principio de armonía cuando se trata de partituras, pero saben corromper el silencio acompañando cuando los comités chillan desde el gallinero con su libertad impostada. A los nacionalistas, les pasa como a Richard Strauss en Salsburgo, que renunció por miedo. Mientras el sector duro se bate el cobre con el Supremo, los caídos y retraídos en combate esperan a que La Caixa se vaya para montar una nueva entidad con fondos soberanos de China y Abu Dabi. La ignorancia es peor que el desamor.