No se me van de la cabeza las imágenes del primero de los 25 conciertos que el grupo sueco ABBA está celebrando en Londres, en un local construido especialmente para ellos. O, mejor dicho, para sus avatares.

Mientras los cuatro septuagenarios se quedan tranquilamente en Estocolmo contando los billetes, unos dobles de aspecto juvenil fabricados por la compañía de George Lucas Industrial Light & Magic lo petan cada noche entre antiguos fans de ABBA y jóvenes que no pudieron verles actuar durante sus años de esplendor.

Si he de hacer caso a lo que vi por la tele, unos y otros salían encantados de la experiencia, una engañifa high tech impresionante, una ilusión de parque de atracciones insuperable, una maravilla innegable de barraca de feria futurista y, en última instancia, un viaje al pasado para ponerlo a disposición de cualquiera con el dinero suficiente para pagar una entrada.

No es fácil opinar sobre el fenómeno. Por un lado, puede parecer un timo elaboradísimo. Por otro, es innegable que la ilusión óptica está plenamente conseguida, como pude comprobar hace unos días cuando me quedé pasmado ante el televisor y comprobé que la técnica del holograma había mejorado de tal manera que resultaba prácticamente imposible distinguirlo del original. Los dobles de ABBA eran perfectos: parecían tener tres dimensiones, no se les hacían rayas en según qué momentos, se movían como seres humanos, bordaban las canciones que todo el mundo se sabe de memoria...

Estábamos asistiendo a un espectáculo vanguardista, futurista, que abría la puerta a la resurrección de cualquier mito: Elvis o los Beatles pueden volver en cualquier momento con la pinta que tenían en 1957, el primero, o en 1967, los segundos, y sus fans pagarán lo que se les pida para verlos, a sabiendas de que lo que van a ver es una mentira tecnológica de alto nivel (solo los Stones seguirán paseando sus cansadas osamentas por el mundo, pues así son sus Decrépitas Majestades, ¡Dios los bendiga!).

Lo único que me llama la atención es que un tratamiento tan futurista e insólito se haya perfeccionado de tal manera con un grupo que no se distinguió nunca por formar parte de la vanguardia musical: ABBA fue siempre un conjunto de pop resultón, pero banal, que la acertó a la hora de gustarle prácticamente a todo el mundo.

Hasta los que les teníamos manía de jóvenes, acabamos viéndoles la gracia o, por lo menos, alabando su habilidad para las melodías pegadizas. Confieso que yo empecé a respetarles cuando oí una versión de Chiquitita a cargo de Sinead O'Connor que me emocionó hasta lo más hondo y me llevó a reconsiderar lo que pensaba hasta entonces de Fernando, Dancing Queen  o Super Trooper.

Pero nunca pensé que fueran capaces de llevar a cabo una maniobra de tan rentable rejuvenecimiento como la que está teniendo lugar en Londres y que luego, previsiblemente, viajará por todo el mundo. Y recordé otros intentos en esa línea que salieron fatal porque la tecnología del momento no daba más de sí. Los más cercanos, los hologramas de Maria Callas o Roy Orbison que dieron breves conciertos hace unos años, pero que, al parecer, se deshilachaban en público y acababan por no dar el pego ni a la de tres.

Yendo hacia atrás, recordé cuando, en los años 80, el grupo alemán Kraftwerk intentó fabricar unos robots de sí mismos a los que enviar de gira mientras ellos se quedaban tan ricamente en su Dusseldorf natal: una idea brillante que salió fatal, ya que los robots en cuestión tenían sus limitaciones y la cosa acabó consistiendo en un intento de enviar de gira a cuatro figuras de cera del museo de Madame Tussaud, idea imposible de realizar que tuvo que limitarse a formar parte del anecdotario vanguardista de los padres del tecno pop.

Ya avanzado el siglo XXI, eliminados los avatares de Orbison y la Callas y convertidos en chatarra los robots de Kraftwerk (y en cenizas el cuerpo de su difunto líder, Florian Schneider), ABBA se lleva el gato al agua porque, como decía el título de uno de sus temas, Winner takes it all.

La paradoja de que la técnica más vanguardista de reconstrucción cibernética se haya materializado gracias a una gente que nunca tuvo nada que ver con la vanguardia musical no es ni siquiera sangrante, sino de una lógica aplastante, consecuencia de la ley de la oferta y la demanda: millones de personas quieren volver a ver a ABBA como eran a finales de los años 70, muchos más de los que deseaban tratarse con los chapuceros hologramas de Roy Orbison y Maria Callas o de quienes llegaron a creer que los robots de Kraftwerk podrían hacer unas versiones impecables de las canciones de Autobahn, Trans Europe Express o The man machine.

Y puede que esto no quede así. Hace un tiempo, se anunció el rodaje de una película protagonizada por un James Dean diseñado por ordenador. Nunca más se supo, como les pasó a los robots de Kraftwerk. Pero después de ver lo de ABBA, yo diría que se ha abierto la veda para resucitar a James Dean, a Humphrey Bogart, a Marilyn Monroe y a quien haga falta.

Y no es que uno esté especialmente a favor de estas resurrecciones, pero puestos a emprenderlas, yo habría empezado con Harrison Ford en la nueva aventura de Indiana Jones: por las fotos que he visto, el octogenario con sombrero y látigo que aparece echando el bofe debería haber sido sustituido por un avatar a lo ABBA con el aspecto que tenía el actor cuando rodó En busca del arca perdida.

En el fondo, todo este asunto se resume en un viejo refrán: de lo perdido, saca lo que puedas.