Me acabo de enterar de que el papa Francisco tiene la bonita costumbre de grabar un vídeo cada mes para dar instrucciones a sus subordinados o comentar algún tema candente o las dos cosas a la vez. El último vídeo, emitido hace unos días, versaba sobre el espinoso asunto de los abusos infantiles cometidos por sacerdotes y llegaba a la conclusión de que no basta con pedir disculpas, sino que hay que colaborar activamente en la reparación de los inevitables daños. No sé si el vídeo en cuestión ha sido visto por el señor Omella, presidente de la Conferencia Episcopal Española, pero en caso afirmativo, todo parece indicar que el mensaje de su jefe le ha entrado por una oreja y le ha salido por la otra, ya que la actitud de la clerigalla española ante el tema de los abusos sexuales a menores sigue consistiendo en mirar hacia otro lado, intentar desacreditar a los que se quejan, hurtar información a quien se la pide y adoptar, encima, un tono propio del que sufre una ofensa cuando, en realidad, es el que la ha causado.

El escándalo de los abusos sexuales a niños por parte de ciertos curas no tuvo su origen en España –hubo precedentes en Irlanda y Estados Unidos, donde la Iglesia católica tuvo que rascarse los bolsillos para indemnizar a miles de personas—, pero es aquí donde más y mejor se mantiene la insana costumbre de la negación, el secretismo y el desprecio a las víctimas. Según Omella, todo esto es muy triste, pero hay que dejar que la Iglesia se encargue de ello, rechazando intromisiones de los políticos y de los medios de comunicación. Para nuestra clerigalla, la investigación del diario El País, sobre cuya veracidad tiene muchas dudas, sería meterse donde no les llaman. De ahí que cualquier intento del diario por obtener información de la Iglesia se salde con un fracaso fruto de la negativa de nuestros prelados a contribuir a deshacer el entuerto. Puede que España sea, en teoría, un país laico, pero en la práctica, la Iglesia católica sigue disfrutando de una serie de privilegios y chollos impropios de una nación realmente laica. El viejo Con la iglesia hemos topado se mantiene plenamente vigente entre nosotros, y los mandamases de nuestros curas siguen adoptando una actitud de inocentes ofendidos en su pureza que conduce a un maltrato añadido a quienes ya los sufrieron en su infancia. Los diarios van llenos de curas que abusaron durante décadas de los niños a su alcance y a los que la Iglesia jamás puso en su sitio, limitándose a cambiarlos de destino cuando sus abusos sexuales alcanzaban los límites de la desfachatez, para que pudieran seguir repartiendo amor entre los críos de otros lugares. Puede que el Papa haya manifestado en varias ocasiones su vergüenza ante los hechos, pero sus secuaces en España no parecen muy dispuestos a seguir su ejemplo, pues sigue imperando el secretismo, la desconfianza hacia los denunciantes, los intentos de lavar la ropa sucia en casa (o sea, no lavarla) y hasta una cierta arrogancia ante quien les recuerda su lamentable comportamiento a lo largo de varias décadas.

Para tratarse de una gente cuyas cosas, en teoría, no son de este mundo, los curas se las pintan solos para poner en marcha unas actividades funestas en el terreno de lo humano, y no me refiero únicamente a los abusos sexuales a menores. Todavía recuerdo cuando descubrimos su costumbre de poner a nombre de la Iglesia propiedades que no se sabía muy bien de quién eran, seguida de la inevitable campaña de desprestigio hacia quien se atrevía a reclamarlas como suyas. Tengo la impresión de que la Iglesia no chista ante el supuesto laicismo español porque siempre se las apaña para hacer como que se adecúa al curso de los tiempos (para poder seguir yendo a lo suyo). Lo comprobamos cuando el franquismo: en cuanto el régimen empezó a tambalearse, salieron curas progresistas o nacionalistas de debajo de las piedras. La Iglesia –como la naturaleza, según Schopenhauer— solo piensa en sí misma, en su supervivencia y en el mantenimiento de sus privilegios. Intuyo que, en estos momentos, en el Vaticano, debe haber muy mal ambiente entre todos esos prelados que vivían gratis en hermosos palacios y a los que el papa Francisco piensa obligar a partir de ahora a pagar un alquiler. Seguro que los afectados por esta medida deben estar adoptando la misma actitud de pío ofendido que distingue a nuestro querido cardenal Omella.

El poder de la Iglesia en España sigue siendo enorme, pero ha evolucionado en su manera de comportarse para que todo siga como ha sido siempre. Tengo la impresión de que, si pudiera, la Iglesia mantendría la santa inquisición y el envío de herejes a la hoguera. Si nuestros curas no se comportan como sus colegas de Irán o Afganistán es porque nuestros antepasados se dejaron la piel para ponerlos en su sitio. ¿Lo consiguieron? A medias.

En marzo de 2019 se publicó en España un ilustrativo ensayo sobre la situación de la Iglesia católica en el Vaticano. Lo lanzó Roca Editorial y lo escribió el francés Frederic Martel. A lo largo de más de 600 páginas se realizaba un retrato aterrador del centro de poder del catolicismo, prestando especial atención a los abusos infantiles y al poderío del lobi gay en la institución. Y era difícil acusar de homofobia al autor porque él mismo se declaraba homosexual. Homosexual, pero no hipócrita, que es como tildaba a muchos de los personajes que aparecían en el libro, una gente capaz de compatibilizar su homosexualidad más o menos privada con su homofobia en público (aunque salía más de un prelado que frecuentaba las estaciones de tren en busca de carne fresca). Por el mismo precio, el libro invalidaba la tesis del celibato como fuente de abusos a menores, ya que, si la falta de sexo entre los sacerdotes conducía al trato carnal, lo lógico es que este se mantuviera con hombres y mujeres adultos, no con menores. Sodoma. Poder y escándalo en el Vaticano se leía como una novela de terror, por lo que pensé que nuestra clerigalla pondría el grito en el cielo ante su publicación en España. Me equivoqué. El Omella de turno no dijo ni pío sobre el libro del señor Martel, pero, curiosamente, no recuerdo haber encontrado ni una sola reseña del mismo en la prensa española.

No quiero parecer conspiranoico, pero el hecho de que un libro que había causado mucho ruido al respecto en Francia e Italia pasara prácticamente desapercibido en nuestro país resulta, cuanto menos, sospechoso. Ignorado por los diarios de derechas y de izquierdas, lo que podría haber sido un eficaz best seller no llegó a la segunda edición. ¿Cómo lograron nuestros curas enterrar tan rápido y tan bien un libro que era como una bomba de relojería colocada en el Vaticano? Nunca lo sabremos, pero hay en esa historia algo que chirría y que yo diría que algo tiene que ver con esa habilidad de nuestra Iglesia para capear todo tipo de temporales y seguir yendo a su bola.

Que siga el papa Francisco grabando sus vídeos mensuales cargados de buena intención, que a muchos de sus empleados le seguirán entrando por una oreja y saliéndole por la otra. Y no olvidemos que su difunto antecesor presentó la dimisión porque no se veía con fuerzas para meter mano en el sindiós que se había montado en el Vaticano. En cuanto a la actitud de los diferentes gobernantes españoles, sean de izquierda, de derecha o de centro, es evidente que ninguno de ellos se ha tomado en serio la misión constitucional de cuadrar a la Iglesia y ponerla en su sitio. Y así nos va.