Como soy un ser humano del siglo XX, puedo vivir muy tranquilo sin colarme en las redes sociales, aunque soy plenamente consciente de que para mucha gente son algo de primera necesidad. No estoy en Twitter porque me pasaría la vida recibiendo insultos y discutiendo con gente a la que desprecio sin necesidad de conocerla. Sí estoy en Facebook, pero cada día me pregunto qué pinto ahí, aunque reconozco que me ha servido para conocer a algunos personajes pintorescos cuyas aportaciones me interesan y/o divierten. Aunque (se supone) que tengo 5.000 amigos (la mayoría falsos, intuyo), cada vez que cuelgo un artículo consigo que se lo lean entre 40 y 100 personas, lo cual me lleva a preguntarme para qué solicitaron mi amistad virtual las otras 4900 (igual coleccionan seudo amigos, como Carod-Rovira coleccionaba chapas de botellas de cava y letreritos de hotel de esos que pone No molestar). En Instagram estoy de oyente y me siguen casi cincuenta personas, lo cual puede considerarse extremadamente meritorio si tenemos en cuenta que nunca he colgado nada por falta de ganas y porque aún no he aprendido cómo se hace (deduzco que me siguen por una cuestión de fe).
A falta de Twitter, Facebook e Instagram me sirven para pasar los ratos muertos, para recorrerlos sentado en un banco si he llegado demasiado pronto a una cita o para las noches que no tengo ganas de leer. O sea, que como usuario de las redes sociales soy un desastre, un descreído un paganazo y una momia, lo cual no me ha impedido disfrutar de la censura que el señor Zuckerberg, ese adalid de las buenas maneras y de la corrección política, impone en sus predios virtuales. Solo me ha pasado una vez y fue por citar una canción de los Pogues con intenciones irónicas: en el muro de un amigo, que había colgado el videoclip de Fairytale of New York, se me ocurrió escribir una estrofa del tema que reza You´re a cheap lousy faggot, sin ser consciente de que el algoritmo (o el empleado mal pagado que vela por las buenas costumbres en Facebook) solo se iba a fijar en el término faggot (maricón) para endilgarme un delito de odio. Aunque intenté razonar con el algoritmo (o con el trabajador explotado de turno), no hubo manera de llegar a ninguna parte y me castigaron sin publicar una semana. Poca cosa: conozco a gente que les han cerrado varias cuentas durante varios meses por motivos igualmente pedestres.
Hace poco, uno de esos castigos fue a caerle a mi amigo Félix Ovejero, aunque creo que ya ha recuperado la cuenta. En cualquier caso, se la cerraron a lo bestia, por las bravas y sin avisar, acusándole, creo, de delitos de odio, que es la excusa más extendida en Facebook. Félix de Azúa insinuó que igual una pandilla de lazis lo había denunciado y el algoritmo (o el esclavo de Zuckerberg) les había dado la razón. Ignoro qué ha ocurrido, pero algo no funciona en un sitio donde una persona tan cabal como Félix Ovejero puede ser castigado como si fuese un párvulo con tendencias gamberras. Y es esa censura idiota lo que más me molesta de Facebook (de Instagram me carga su incomprensible manía a los pezones). A punto de cumplir 65 años, me avergüenza ligeramente estar en una red social en la que se trata a los usuarios como si fuesen menores de edad o, directamente, perturbados mentales movidos por el odio a sus semejantes. Con el incidente de Ovejero, he estado a punto de darme de baja de Facebook, azuzado además por el recuerdo de cómo se recibió mi chistecito citando a los Pogues. Si no lo hago es porque siempre encuentro algo que tiene su gracia y, sobre todo, porque soy bueno y sé que así entre 50 y 100 de mis 5.000 amigos virtuales evitan hacer un esfuerzo tan desmesurado como entrar por su cuenta en la web de Crónica Global para ver qué digo.
Soy un diplodocus, lo sé, pero esto es más o menos lo que pienso de las redes sociales. Me han pillado mayor para convertirme en influencer y tengo problemas para tomármelas del todo en serio. Sé que para mucha gente constituyen una suerte de terapia que, tal vez, resulta beneficiosa para ellos y para quienes les rodean, pero me resulta imposible sacralizar un mundo en el que no hay nadie que pille una cita de una canción de los Pogues.