En la política española es común cruzarse con fenómenos (de feria) que le llevan a uno a preguntarse: “¿Pero de verdad no han encontrado nada mejor que esto en su partido para defender sus intereses y, ya puestos, los de la nación?”. No hace falta poner ejemplos: todo el mundo tiene su propia shit list de políticos que no soporta, le parecen unos cenutrios, no entiende cómo han llegado donde han llegado y le causan vergüenza ajena cada vez que los ve por televisión o lee sus declaraciones en la prensa escrita. Afortunadamente (ya se sabe que mal de muchos, consuelo de tontos), algo parecido sucede en el resto del mundo, lo cual, entre que nos afecta menos y que suaviza nuestro fatalismo, puede a veces subirnos un poco la moral. Por poner un ejemplo, gracias a la reciente visita a Madrid de Javier Milei, sabemos que aquí podemos estar mal, pero que, en la Argentina, querido país hermano, están mucho peor (y, total, elegir entre el de la motosierra y los peronistas era como escoger tu forma favorita de que te ejecuten).

Viene a cuento esta digresión del debate del otro día en la CNN entre Donald Trump y Joe Biden, tras el que uno llega a la conclusión de que a los norteamericanos se les está dando a escoger, en las próximas elecciones, entre un energúmeno de extrema derecha y un señor que empieza a mostrar de manera preocupante los achaques de la edad provecta. Serán el país más poderoso de la Tierra, pero los Estados Unidos se enfrentan a una disyuntiva del modelo susto o muerte como la que concluyó en Argentina con el triunfo del zumbado despeinado de la motosierra y las patillas. Tú veías a Trump, presumiendo de que está hecho un potro y, sobre todo, de que al golf no hay quien le tosa y lo encontrabas normal, dado que el tipo siempre ha sido un gañán, un matón, un empresario chungo, un adúltero lascivo y un mamarracho que le ha hecho a los republicanos (conocidos, ya no se sabe por qué, como the good old party) lo que Pedro Sánchez le está haciendo al PSOE, pero sin disidencia interna de ningún tipo. Lo realmente desolador era ver a Joe Biden balbuceando, yéndosele el santo al cielo en mitad de una réplica obligada a ser demoledora y poniendo cara de que preferiría estar sentado en su mecedora y pensando en sus cosas. Como en la política española, la primera pregunta que se te venía a la cabeza era: “¿Pero de verdad no han encontrado nada mejor que esto para plantarle cara a ese peligroso y demencial cenutrio que es The Donald?”. ¡Pero si nos estamos jugando el futuro inmediato! Y todos, no solo los norteamericanos.

Le comenté el asunto a un amigo neoyorquino, confiando en que arrojara un poco de luz sobre el enigma de cómo es posible que los demócratas no parezcan tener banquillo y se apañen con lo que tienen más a mano, pero el hombre estaba tan estupefacto como yo. “Aunque esté feo”, me dijo, “casi prefiero que le dé un infarto a Biden, la diñe y se ponga en marcha Kamala Harris”. El problema, convinimos, es que ni él ni yo ni nadie es capaz de columbrar lo que podría hacer la señora Harris porque llevamos los últimos cuatro años sin saber a qué se dedica, dónde se mete y qué ideas atesora en su cabeza. O sea, parafraseando a Perales, “¿Y cómo es ella?”.

El Partido Demócrata norteamericano debe ser consciente, como cualquier extranjero con dos dedos de frente, de lo que se nos viene encima a todos si The Donald recupera la presidencia: más proteccionismo y aislamiento seudopatrióticos; que te zurzan, Volodimir Zelensky; toma más dinerito, querido Bibi Netanyahu, y acaba de desintegrar a esos moracos de mierda; Europa, que te zurzan: ya te defenderás tú sola de los peligros externos y yo me alegraré de que mi compadre Vladimir Vladimirovich os dé estopa a todos; y así sucesivamente… Pero han sido incapaces, ¡en cuatro años!, de encontrar no diré a un nuevo Barack Obama, pero sí a alguien de menos de 60 años que infunda cierta confianza a lo votantes tradicionales del partido demócrata. O de más de 60 (no es una cuestión de edadismo), pero que no muestre el deterioro del pobre señor Biden (¡si hasta el Tete Maragall, que ya es decir, estaba en mejores condiciones que él!).

Nos encontramos ante un fenómeno inexplicable. De lo que suceda políticamente en Liechtenstein o Andorra nos podemos desinteresar sin que pase nada grave. Pero en unas elecciones norteamericanas (en las que, insisto una vez más, deberíamos poder votar en todo occidente) no hay quien se desinterese. Estamos asistiendo a la lenta, pero decidida, toma del poder en Europa por parte de la extrema derecha, y lo único que nos falta es tener a un sujeto como Donald Trump en la Casa Blanca (a no ser que nos apetezca avanzar hacia la Tercera Guerra Mundial, en cuyo caso vamos muy bien encaminados). Crees que hay que pararle los pies al Donald a cualquier precio y te encuentras con un debate en la CNN con el que se te cae el alma a los pies. Trump no tiene votantes, tiene hooligans. ¿Y qué tiene Biden? Puede que cierta buena fe (dentro de un orden), pero los votantes demócratas no son como los republicanos, que adoran más a su candidato cuantos más problemas tiene con la justicia.

Y ahora, tras el debate de marras, se oyen voces en el Partido Demócrata insinuando que tal vez habría que buscarle un sustituto a Joe Biden. ¿A estas alturas? ¿A menos de seis meses vista de unas elecciones presidenciales? ¿No podrían haberlo pensado antes?