Como todos sabemos, sobre todo en los países de tradición católica, las celebraciones de origen religioso suelen ser una excusa para tomarse unos días libres y dedicarse a comer y a beber sin tasa. Es lo que hacemos en Navidad para celebrar, teóricamente, que ha nacido el hijo de Dios (en Semana Santa, para lamentar su crucifixión y alegrarnos de su resurrección, nos vamos a la playa, donde también hay muchas oportunidades para comer y beber).

De puertas afuera, eso sí, intentamos mantener las formas. De ahí la Misa del Gallo, los árboles inmensos (véase el caso Badalona versus Vigo de este año), la instalación de belenes públicos o privados, las procesiones, el abstenerse de comer carne en determinadas fechas, la emisión anual de clásicos cinematográficos como Qué bello es vivir o Quo vadis y otras distracciones de lo realmente mollar del asunto, ya se trate de un nacimiento divino o de un combinado de crucifixión y resurrección del pobre Jesús de Nazaret: tocarse las narices a tres manos, comer y beber.

Todo este paripé, pese a su notable ración de hipocresía, no reviste ninguna gravedad. A no ser que a uno le dé por tomárselo en serio y vea en el citado paripé más de lo que hay. Pensemos en esos profesionales de la laicidad que te desean un feliz solsticio de invierno en vez de espetarte el tradicional “¡Feliz Navidad!”, los mismos que jamás te instan a que disfrutes de tus vacaciones de Semana Santa, sino a que celebres el solsticio de verano. Siempre me los imagino luciendo túnicas de druida y sosteniendo un quinqué, aunque suelan ir vestidos de, digamos, persona normal, permitiéndose, en los casos más extremados, un pañuelo palestino.

Esa gente no está para paripés, pues su superioridad moral le impide bendecirlos o ignorarlos. Ellos tienen que poner los puntos sobre las íes, y nunca se olvidan de citar el consumismo y el despilfarro que acompaña a las fiestas de origen religioso. Como se toman muy en serio, también se toman de forma sesuda y severa las convenciones que a la mayoría de los demás nos la soplan.

Para compensar, tienen delante a los defensores de la santa tradición, que también tienen la costumbre de pasarse de frenada a la hora de abordar el temita, con lo que el grueso de la población católica o presuntamente católica debe enfrentarse a dos contingentes opuestos de pelmazos: los que sobreactúan de laicos y los meapilas de toda la vida (los primeros se encuentran muy a gusto en la Nueva Izquierda Imbécil, mientras que los segundos suelen militar en la derecha y en la extrema derecha). Dios nos libre de ambos colectivos, a los que solo ruego que nos dejen comer y beber en paz y tomarnos unos días de asueto.

En el sector meapilas, este año se ha llevado la palma el Gobierno italiano comandado por Giorgia Meloni, que aspira a blindar los belenes en las escuelas. Una de las más emprendedoras senadoras del partido Hermanos de Italia, Lavinia Mennuni, ha tirado adelante una iniciativa para que no pueda desmantelarse ningún pesebre en las escuelas de su país, que, según ella, no consiste en una obligación de armar el belén en todas partes, sino en impedir que los pelmazos del bando contrario anulen su instalación recurriendo a la laicidad del Estado, las posibles ofensas al islam y demás sobreactuaciones multi culti. ¡Ni una escuela sin su pesebre, que para algo ese teatrillo nació en Italia!

Supongo que los italianos tienen problemas más importantes que la instalación o no de pesebres en las escuelas, pero la extrema derecha, en cuanto te descuidas, te sale con esa clase de ideas de bombero (en España, los de Vox se han conformado con prohibir en Tordesillas una obra de teatro cuyos protagonistas aparecían en ropa interior y cuyo título no recuerdo, aunque da igual, ya que a partir de ahora será conocida como “la de los tíos en calzoncillos”).

No negaré que es mucho mejor para todos que la extrema derecha la tome con determinadas propuestas artísticas o con la defensa radical del belén en vez de desfilar uniformada por nuestras ciudades con el brazo en alto, pero su actitud lleva a pensar que, además de su autoritarismo natural y su falta de correa, abascales y melones se distinguen por las salidas de pata de banco (de orden supuestamente moral), por dar importancia a cosas que no la tienen (en eso compiten con los laicistas multi culti) y, básicamente, por perder el tiempo con futesas y tonterías. En Italia, la oposición se ha tomado la propuesta de la señora Mennuni como una tomadura de pelo, y no es para menos: se conocen el percal y tal vez intuyen que se empieza por los pesebres, se sigue cantando el himno nacional en el colegio y se acaba soltando a los niños por las calles del país dando vivas al Duce (en España aún no estamos tan mal: lo de Vox con “la de los tíos en calzoncillos” solo es carcunda a la vieja usanza y no pone a Dios por testigo de nada).

La mayoría de la población estamos emparedados entre los pesebristas de derechas y los militantes de la laicidad (que son, o creen ser, de izquierdas). Tampoco hay que olvidar a esos ayuntamientos (que también se consideran de izquierdas) que, cuando llegan las entrañables fiestas navideñas, ni montan el pesebre público de toda la vida ni lo eliminan, recurriendo en general a algún artista lamentable para que fabrique un oneroso belén que, además de ser más feo que pegar a un padre, pretende, al mismo tiempo, mantener una tradición y cargársela (de eso estuvimos servidos en Barcelona durante toda la administración Colau).

A mí, la verdad, tan idiota me parece prohibir los belenes como convertirlos en una seña de identidad. Pese a mi natural agnosticismo, he convivido con ellos toda la vida sin que me salieran sarpullidos ni me sintiera iluminado por la divinidad. Están ahí, como los turrones y los villancicos, y hasta los prefiero a los turrones y, sobre todo, a los villancicos (solo soporto El pequeño tamborilero en la versión inverosímil de Bing Crosby y David Bowie), pues los más antiguos pueden resultar hasta hermosos. Y, total, nos pongamos como nos pongamos, la Navidad no va de celebrar el nacimiento del hijo de Dios, como sostiene la iglesia católica y la derechona en pleno, sino de hincharse a comer y a beber y de tirar el dinero y de discutir con tu cuñado y de tocarle el culo a quien no debes en la cena de empresa (aunque acabes merecidamente en el juzgado, como si fueses Gerard Depardieu).

¿No hemos convertido el origen de nuestra civilización en una mezcla de carnaval y despiporre? Pues disfrutemos de nuestra incoherencia y que se vayan a tomar por saco los defensores del belén como estructura de Estado y sus detractores multi culti del laicismo histérico. O, como nos dijo un día en la mili un suboficial especialmente obtuso, “¡Todos a misa, me cago en Dios”!