Cada vez que se conceden los premios Nobel, solemos acogerlos con un silencio sepulcral, a excepción del de Literatura, sobre el que todos, convertidos súbitamente en críticos literarios, tenemos una opinión y la escribimos en la prensa (los que podemos) o la colgamos en las redes sociales (los que no cobran por escribir, pero si no dicen lo que piensan, revientan). El premio Nobel de Física, Química o Medicina nos la soplan porque no conocemos de nada ni a los ganadores ni a lo que se dedican. Con el Nobel de la Paz puede que levante alguien la voz para quejarse y asegurar que el galardonado es un genocida o un miserable que merecería ser ajusticiado en la plaza pública. Pero nuestras perlas de sabiduría nos las guardamos para el literato premiado del año: puede que no tengamos ni puñetera idea de Física, Química o Medicina, pero de Literatura sabemos todos los que leemos (más algún gracioso que se apunta si el galardonado luce un apellido que le parece chistoso y propenso a comentarios chuscos). Ocasionalmente, se lía la de Dios es Cristo, como cuando le cayó el premio a Bob Dylan (¡qué escándalo, darle el Nobel a un cantautor!). De vez en cuando, hay cierta disparidad de opiniones acerca del galardonado y se forman de manera espontánea dos bandos, los que lo aprecian y los que lo detestan: sucedió con la francesa Annie Ernaux, para unos un hacha de la auto ficción y el feminismo fetén y, para otros, una pesada que nunca se cansa de explicarnos su vida (yo no opino porque no he leído nada suyo: lo único que sé de ella es que es de natural adusto y que es amiga de Jean-Luc Mélenchon –o Melenchón, dado su origen extremeño-, el equivalente francés de Pablo Iglesias, pero incluso un poquito más desagradable y atorrante).
Lo que más abunda, de todas maneras, son los que se quejan de que al Nobel de turno no lo conoce ni su padre. Estos suelen aprovechar para reivindicar al autor de sus entretelas, que últimamente suele ser Murakami o Houellebecq. El Nobel de este año, el noruego Jon Fosse (los graciosos de Facebook ya lo han confundido voluntariamente con el coreógrafo norteamericano Bob Fosse, con esa gracia que no se puede aguantar), forma parte de ese contingente de escritores a los que no conoce ni su padre en España: sus obras de teatro apenas se han representado y sus libros se han editado parcamente (mi amiga Valerie Miles publicó uno en Emecé antes de que la echaran por cosas de la cuenta de resultados, que no era la esperada: Planeta compró Emecé por prestigio, porque era la editorial de Borges, y luego se quejó de que los libros no se vendían). Como era de prever, el pobre Jon Fosse está ya en boca de todos (por lo menos, en las redes sociales) y detecto cierta tendencia a ponerle de vuelta y media porque nadie sabe muy bien quién es (sobre todo, los que lo ponen de vuelta y media).
El hecho de que los premios Nobel sean extremadamente prestigiosos no arredra al crítico literario que anida en cada español que tiene la sana costumbre de leer. ¿Conceder el beneficio de la duda a los miembros del jurado, a los que uno imagina como personas cultas y cabales? ¡Ni hablar! Al noruego ése no lo conoce ni su tía, los del jurado son una pandilla de esnobs a los que les encanta provocar y hacerse el listo y a mí no me la dan con queso. ¿Que el premio Nobel me permite conocer a un autor que puede que esté muy bien? Me la sopla. Yo, hasta que no se lo den a Murakami (o a Houellebecq) voy a seguir cabreándome cada año.
Supongo que esta ceremonia se repite cada mes de octubre en todos los países del mundo, pero yo solo estoy familiarizado con la que se celebra en el mío y que cada año se me antoja más lamentable. ¿Qué usted no sabe quién es Jon Fosse? Pues yo tampoco. Acabo de descubrir su existencia y lo primero que me viene a la cabeza es que igual es interesante y me he estado perdiendo algo durante años. Lo primero que se les ocurre a otros es que el Nobel es una mierda, los jurados unos cretinos y la Academia Sueca una pandilla de listillos. De Física, Química o Medicina no me hablen porque no tengo ni repajolera idea, pero para opinar de literatura, aquí estoy yo, dispuesto a cantarlas bien claras.
Una modesta proposición: ¿no podríamos encajar el Nobel de Literatura con un poquito de por favor, aunque nuestra ignorancia nos conduzca al estupor o a la indignación? Alegrémonos por el señor Fosse, aunque no sepamos quién es, y dejemos de dar la chapa con Murakami, Houellebecq o nuestro autor favorito, siempre injustamente basureado a la hora de elevarlo a los altares del Nobel. Y si no es mucho pedir, reconozcamos nuestra ignorancia, acerquémonos a una librería y hagámonos con algún título del escritor premiado. Vale, nunca habíamos oído hablar de él, pero, ¿y si resulta que es buenísimo?