El otro día me encontré en el buzón ese papelito que te indica donde tienes que ir a votar cuando te toca hacerlo. Dado mi actual ánimo abstencionista, estuve a punto de arrojarlo a la papelera oportunamente situada junto a los buzones de mi edificio, pero al final me lo subí a casa y lo dejé encima de una mesa. De vez en cuando, le echo un vistazo y, como Lenin en su momento, me pregunto: ¿Qué hacer?
El cuerpo y la mente me piden quedarme en casa el próximo día 23 de julio, pero me molesta coincidir con los lazis que promueven la abstención en estas elecciones para castigar a esos partidos independentistas que, según ellos (y no les falta razón) no han movido un dedo por la liberación del terruño catalán desde la aplicación del 155. Por otra parte, ninguna propuesta política me hace especial ilusión y, además, hemos vuelto al bipartidismo, si alguna vez lo abandonamos, cosa que dudo, así que todo se reduce a votar al PSOE o al PP. Como socialdemócrata rancio, debería votar al PSOE, aunque fuese tapándome la nariz, pero me siento incapaz de contribuir en lo más mínimo a otros cuatro años de Pedro Sánchez. La alternativa, me consta, es lamentable y, además, nunca he votado al PP y no voy a empezar a hacerlo a mi edad. Gracias a haber superado la de la jubilación, por cierto, he alumbrado una idea peregrina que a veces me resulta de cierta utilidad: si hay una edad mínima para poder votar, ¿no debería haber una edad máxima para hacerlo? ¿No podrían eximirnos a los mayores de 65 de la obligación de intentar contribuir al bien común, cosa que llevamos haciendo desde finales de los años 70 sin que hasta ahora la mayoría de nosotros tenga la impresión de haberlo conseguido?
Cuando voté en las recientes elecciones municipales, recurrí a un sistema no muy científico, pero que me funcionó: voté a Collboni porque vino a la presentación de mi libro Barcelona fantasma, porque es un tipo simpático y de trato afable y, sobre todo, porque sus adversarios me daban una grima tremenda; gané algo, por primera vez en mi vida, y además tuve el inesperado placer de ver cómo rabiaban Xavier Trias i Vidal de Llobatera (el que dijo que ya nos podían zurcir a todos) y el Tete Maragall, con lo que logré revivir aquel gran momento en la reciente historia de Cataluña en el que Marta Ferrusola, ante la instauración del primer tripartito, dijo que se sentía como si le hubiesen entrado a robar en casa. Ahora, la situación es distinta. A mi presunto candidato, Pedro Sánchez, no lo conozco de nada (ni ganas). Aplicando el criterio Collboni (lo de acudir a la presentación de un libro mío), podría votarle porque habla inglés, algo que debería ser obligatorio para cualquier político español que aspira a presidir la nación, pues ayuda a comunicarse con los líderes extranjeros e impide que, en las reuniones internacionales de alto nivel, te quedes papando moscas porque nadie se te acerca y no te enteras de una mierda. Nuestros presidentes, por regla general, carecen del don de lenguas: González hablaba un francés aproximativo, Aznar se esforzó para aprender algo que sonaba vagamente a inglés, Rajoy no hablaba ni gallego (siendo gallego) y Núñez Feijóo iba a ponerse a estudiar la lengua de Shakespeare (o de Margaret Thatcher, en su caso) cuando el avieso Sánchez se sacó de la manga las elecciones del próximo 23 de julio y dio al traste con sus planes idiomáticos. Si me preguntaran qué es lo mejor que ha hecho Sánchez durante toda su carrera en el medro político, diría: aprender inglés.
Eso y venderse a sí mismo (y a quien haga falta) de maravilla. Mientras Núñez Feijóo estudia con lupa los debates a los que le convocan y rechaza la mayoría, Sánchez ha iniciado ya una tournée por absolutamente todos los programas de radio y televisión a los que le invitan. Lástima que su discurso se limite a lamentar el final de Sálvame (¡una gran pérdida para la democracia y el Estado de derecho!) y a prevenirnos contra el ataque de la derechona (táctica que ha dejado de funcionar hace años). Optando por el silencio, Feijóo pretende dejarnos en la duda de si alberga proyectos que aún no puede revelar o si acumula telarañas debajo del tupé. De momento, lo único que ha dicho es que la reforma laboral del PSOE se le antoja estupenda, lo cual debería llevarle, por lo menos, a reivindicar al diputado Casero, que fue quien acabó aprobándola porque no sabía distinguir el botón del sí del botón del no.
Decía el bardo de Stratford upon Avon que el mundo es un escenario y que los seres humanos son meros actores que entran y salen. El escenario electoral español actual es un escenario en el que se representa una obra extremadamente cansina, repetitiva y, en suma, aburrida. Los protagonistas son un trepa que solo piensa en sí mismo y un pusilánime que duerme a las ovejas y del que no se sabe muy bien qué piensa (si es que piensa en algo más que prosperar en la vida). Estos dos caballeros personifican, teóricamente, las dos Españas a las que se refería Machado. Cada uno con su escudero: Yolanda Díaz para Sánchez y Santiago Abascal para Feijóo, otros dos que también hacen una ilusión que te cagas (con perdón).
Como el náufrago que se agarra a un madero en alta mar, acabo recurriendo a Alfonso Guerra y a su teoría de que el PSOE debe pasar a la oposición, reflexionar sobre su futuro, encontrar un líder más decente y menos mentiroso que Sánchez y volver al poder en mejores condiciones que las actuales. Creo que no voy a interponerme, pues, en el camino de la derechona hacia la presidencia del gobierno español. Aunque coincida con los lazis de mi querida comunidad autónoma: cuando las opciones son susto y muerte, no es fácil inclinarse por una de ellas.