¿Nos hemos vuelto todos unos seres insensibles? Se acaban de ahogar cinco personas en un minisubmarino que pretendía acercarse a los restos del Titanic y nuestra reacción, en general, es del modelo Trias i Vidal de Llobatera: que los zurzan. Esos cinco desgraciados, que han debido tener una muerte horrible por asfixia, no merecen, al parecer, nuestra compasión. Y la verdad es que tampoco es tan raro y que no por ello nos hemos convertido todos en unos desalmados. Si se nos ahogan 50 africanos en el telediario y seguimos comiendo tan tranquilos tras arquear una ceja o hacer algún comentario piadoso, ¿qué se puede esperar de nosotros cuando los ahogados son unos millonarios que habían aflojado la desquiciada suma de un cuarto de millón de dólares por ver de cerca lo que queda de un barco que se hundió allá por el Año de la Pera? Me temo que los muertos no nos lo han puesto fácil para suscitar nuestra compasión.

Basta con darse una vuelta por las redes sociales para detectar no ya desinterés hacia los difuntos, sino hasta desagrado, antipatía, desprecio e incluso odio. ¿Se lo merecen? Probablemente no. Y si fuésemos realmente las buenas personas que creemos ser lamentaríamos su fallecimiento tanto como el de los africanos que se ahogan tratando de llegar a Europa (que tampoco nos matamos lamentando, todo sea dicho). Puede que no nos demos cuenta, pero vivimos todos sometidos al concepto “que cada palo aguante su vela”. Nos preocupamos, básicamente, por nosotros mismos, por nuestros amigos y pare usted de contar. A lo máximo que llegamos es a lamentar la muerte de algún artista o escritor que nos lo hizo pasar extremadamente bien con sus cosas. Lo de los africanos ahogados nos da mucha pena, sí, pero nos basta con pensar fatalistamente en la injusticia que los condujo a su triste final. Lo de Ucrania nos parece una salvajada y le deseamos lo peor a Vladimir Putin (salvo algunos de Podemos, que en este mundo tiene que haber de todo), pero hasta ahí llegamos. Nos hemos acostumbrado a vivir rodeados de desgracias y, para sobrevivir y no deprimirnos más de la cuenta, hemos debido endurecernos convenientemente. Puede que si atracan a un amigo o violan a una amiga nos indignemos sobremanera y nos entren ganas de asesinar a los responsables de ambos delitos. Pero no estamos para llorar por unos millonarios caprichosos que invirtieron 250.000 dólares para financiar su propio entierro. ¿Se nos puede acusar de insensibles? Puede que un poco, pero yo diría que nuestra actitud es disculpable.

En las redes sociales te encuentras incluso algunas muestras de (comprensible) rencor social. Y acusaciones de estupidez: ¿cómo se puede ser millonario y ponerse en manos de una empresa de expediciones submarinas que ya había sido apercibida por lo dudoso de sus medidas de seguridad?, ¿cómo se le ocurre el millonetis afincado en Londres llevarse a su hijo y heredero de excursión submarina, acaso ignoraba que los miembros de las familias reales nunca vuelan en el mismo avión para no llevarse por delante la monarquía de su país? Aquí solo se salvan de la quema el piloto del submarino y un científico que iba de cicerone, a los que, básicamente, se ignora, aunque no dejaban de ser personas que estaban dedicadas a su trabajo. De los tres millonetis no sabemos ni el nombre, a no ser que hayamos leído el completo artículo de The Washington Post al respecto. Se han muerto de la manera más tonta y onerosa posible y, hablando en plata, nos la pela su espantoso final. ¿Suspendemos en compasión y en solidaridad humana? Probablemente. Pero los muertos no han puesto gran cosa de su parte para inspirarnos tan nobles cualidades. Y el colectivo de los claustrofóbicos se indigna especialmente: ¿a quién se le ocurre aflojar un cuarto de millón de dólares por meterse en una lata de sardinas y acercarse a curiosear los restos de un barco hundido? Cuando se estrenó la película de James Cameron Titanic, el escritor Sergi Pàmies bromeó sobre el escaso interés que le despertaba un largometraje que duraba tres horas y cuyo final conocía todo el mundo. En ese sentido, la (supuesta) aventura de los millonarios del batiscafo nos parece a casi todos un aburrimiento y un despilfarro. De ahí esa reacción generalizada que va del desinterés a (casi) la euforia social.

Todos los muertos eran el hijo de alguien, el marido de alguien, el hermano de alguien. Con un poco de suerte, les lloraran esos “alguien”. Los demás, aunque lamentemos ligeramente nuestra inhumanidad, nos olvidaremos de ellos en un par de días: es imposible solidarizarse con actitudes que ni se agradecen ni se comprenden.