Viernes, 12 de octubre. Día de la Hispanidad (o del Genocidio de los Nativos, según el punto de vista más demente). Salgo de casa a desayunar y comprar la prensa. En el bar de enfrente, que está abarrotado, me encuentro a un conocido que luce una bandera española a guisa de superhéroe. Compruebo que la funesta influencia de los indepes se ha contagiado a los míos. Opto por hacer como que llevar la enseña nacional a modo de capa es lo más normal del mundo y mantengo una breve conversación con el que la lleva, pues le tengo cierto aprecio. Observo que es exactamente lo mismo que hice hace unos meses, cuando me crucé con un viejo amigo de la universidad y vi que llevaba el lacito amarillo en la solapa. Y pienso mantener esa actitud si algún día me cruzo con un amigo que lleva un embudo en la cabeza.

Me acerco al badulaque de la esquina -que no está en una esquina- para proveerme de coca colas sin azúcar ni cafeína y helado de dulce de leche. Hay una pandilla de gañanes que llevan la bandera de España anudada a la cintura, como si fuese una toalla. Deduzco de su conversación que deberían estar en Montjuic, quemando estelades y dando vivas al Caudillo, pero a esa gente le encanta colarse en fiestas a las que no han sido invitados. De camino a casa, oigo a un tío que grita varias veces ¡Arriba España! Cuando cierro la puerta de mi apartamento, experimento una agradable paz. Y luego me pongo a pensar, que es gratis.

¿Me he convertido en un sociópata? ¿No debería haberme apuntado a la manifestación? A fin de cuentas, no soy un equidistante, sino que estoy en contra del procés y de los indepes. Así me manifiesto en este diario y en los tres libros que llevo publicados al respecto. Me siento representado por la bandera constitucional. Pero soy incapaz de enarbolar una y sumarme a la procesión, entre otros motivos porque no tengo ninguna bandera y dudo que presentarse con una toalla de los Simpson que me regalaron hace años sea lo más adecuado. Lo mío es un problema con las masas y con las banderas. Todo lo que sea opinar y publicar me parece bien, ya que, sobre todo, me represento a mí mismo, pero no me va la comunión masiva, de la misma manera que me gusta ir solo al cine y me aterran las cenas con más de cuatro comensales. No descarto ser un elitista, un señorito de mierda, lo que ustedes quieran. Pero las manifestaciones no son lo mío. No lo eran ni cuando Franco: solo me apunté a un par, más por la adrenalina que por la causa, representada por unos tipos del PSUC que me caían como una patada en los testículos.

Sigo pensando mientras me hago un descafeinado en la Nespresso y añoro los tiempos en que la gente se iba de puente o a la playa el 11 de septiembre y el 12 de octubre, cuando parecía que Cataluña era un paisito más o menos normal y en Barcelona solo se quedaban los fachas de Montjuic y los energúmenos que iban al monumento a Casanova a insultar a los del PP. Pero la tregua se acabó el 11 de septiembre de 2012, cuando el Astut se subió a la cresta de la ola soberanista y empezó a dividir voluntariamente a los catalanes entre los independentistas y los que él considera fachas, que somos todos los que no estamos por la labor. Acción y reacción. En esas seguimos con Chis Torra, el presidente subrogado. Cómo cantaba Kiko Veneno, Si tú no fueras tan americano, yo tampoco sería tan ruso.