España debe ser la dictadura más peculiar del mundo. Mientras oprime y expolia a nuestros buenos burgueses y les amarga los fines de semana en el Ampurdán o la Cerdaña, permite que por las calles de Madrid se manifiesten los que se la quieren cargar. Si la cosa hubiese sido a la inversa --60.000 madrileños deambulando por Barcelona con banderas españolas y dando vivas a la unidad de la patria--, los indepes lo habrían considerado una provocación, como las manifestaciones de Jusapol o de cualquier masa constitucionalista. Ya se sabe que todo lo que hacen los indepes cabe bajo el paraguas de la libertad de expresión, mientras que todo lo que hacen sus adversarios es fascismo: así es su peculiar ley del embudo.

España es una dictadura tan parecida a una democracia que nuestros independentistas han podido trasladarse a Madrid a dar la brasa sin correr ningún riesgo para su integridad física. De verdad que no sé donde se esconden esos miles de fascistas que viven en Madrid y que deberían haberse organizado en pelotones de castigo y emprenderla a porrazos con los de la estelada: ¿dónde están las Juventudes Abascalianas cuando la patria es humillada? Pues supongo que, como el resto de los madrileños, tomando cañas y pasando de la manifa, pues en Madrid todo el mundo está acostumbrado a ejercer de escenario de todo tipo de protestas protagonizadas por gente venida de toda España: las ciudades de aluvión lo son hasta para la disidencia.

Los indepes, que nunca están contentos, ya se han quejado de la indiferencia de la población madrileña ante sus banderas, sus berridos, sus discursos y su enésima versión en directo de L'estaca. El caso es quejarse: si un facha les parte la cara, se cabrean; si nadie les hace el menor caso, también. Son como aquel conocido mío, soberanista de pro, que, cuando yo vivía en Madrid, me preguntaba siempre qué se decía de nosotros en la capital. Me hubiese gustado satisfacerle diciéndole que los madrileños odiaban cada día a los catalanes más que ayer, pero menos que mañana, pero la verdad es que se la soplaba lo que hiciéramos o dejáramos de hacer. Lo más fuerte que he oído últimamente en Madrid sobre los catalanes por parte de algún amigo han sido las preguntas, “¿Pero qué os pasa?” y “¿Qué os hemos hecho?”.

Todo nacionalista que se precie vive pendiente de su propio ombligo y cree que el resto de la humanidad también debería hacerlo. Por eso los pobres infelices que llegaron hechos caldo a Madrid tras un angustioso viaje en autobús y lo primero que hicieron fue envenenarse con un bocadillo de calamares consumido en el peor bar que encontraron --hay que ir al Brillante, en Atocha, mira que os lo tengo dicho, cazurros-- se debieron sentir algo ofendidos al comprobar que nadie pensaba en ellos ni para darles una patada en el culo o meterles la estelada por el mismo.

Ante semejante situación, alguno podría tener la sospecha de que España tal vez sí sea una democracia, pero ya le quitará de la cabeza tan perniciosa idea su columnista favorito, que verá en el ninguneo de la capital una nueva e imperdonable ofensa. Y si el viajero se siente inútil e inofensivo, que no se preocupe, que los cronistas del régimen le darán la vuelta a la historia --como hacen a diario con el juicio a los héroes de la república-- y le asegurarán que en Madrid nos tienen un miedo tremendo. La irrelevancia hay que combatirla como sea, que es muy mala para la autoestima.