La primera en decir que no había nada preparado para el día después de la independencia de Cataluña fue Clara Ponsatí. Ahora le ha tocado el turno a la cupaire Gabriela Serra, que acaba de reconocer lo mismo en un programa de radio, añadiendo que, en su partido, todos sabían que aquello era una chapuza y una tomadura de pelo, pero decidieron callarse por motivos que siguen sin entenderse muy bien a día de hoy, pero seguro que tenían algo que ver con lo de mantener prietas las filas, no propagar el derrotismo y no dar armas al enemigo.

Que la señora Serra no tenía ninguna confianza en lo de la independencia quedó meridianamente claro cuando nos enteramos de que, un año antes de la charlotada de Puchi, la interfecta había comprado bonos del Estado (español, por supuesto) por una cantidad modesta, 5.000 euros, pero que ningún independentista de pro invertiría en el país que teóricamente le está oprimiendo a diario.

Como no tengo Estado propio, compro los bonos del Estado de al lado, aunque lo detesto. Ese parece ser el concepto que guiaba los actos financieros de la señora Serra, una pobre oprimida que no debe andar mal de pasta, pues antes de lo de los bonos ya había adquirido una vivienda por 140.000 euros sin necesidad de pedirle una hipoteca al banco, que es lo que suelen hacer el resto de los catalanes, tanto si están oprimidos por España como si no.

Historias como esta --o la de las once propiedades del muy oprimido leguleyo Salellas-- confirman la tesis de que la CUP está llena de señoritos que ocultan su condición a base de declaraciones incendiarias, cortes de pelo espantosos y prendas de vestir que parecen diseñadas por su peor enemigo. El único que no se molesta en disimular es el jefe, Carles Riera, el de la cara de monje de Montserrat, que va siempre arreglao pero informal, como el personaje de la célebre canción de Martirio, y constituye la versión alternativa y décontracté de Duran i Lleida, que iba siempre de punta en blanco, pero con un estilo más clásico.

No sé si aún queda alguien que se pregunte por qué salió mal la independencia de los ocho segundos. Aquello no podía salir bien de ninguna de las maneras. Con una tropa que no estaba dispuesta a jugarse nada y cuyas máximas muestras de resistencia al enemigo consistían en colgar una estelada más grande que la del vecino de su segunda residencia en el Ampurdán o la Cerdanya no se puede llegar muy lejos.

Lo de la señora Serra es una muestra más del nivel de compromiso y riesgo de los lazis, pero también una de las más grotescas: dices que quieres abandonar un Estado cuyos bonos adquieres como juiciosa inversión, ya que, por asco que te dé, es un Estado de verdad, mientras que el que tú anhelas es una entelequia y lo sabes y se lo ocultas a tus seguidores, a los que tomas directamente por tontos a los que se les puede pegar tranquilamente el timo de la estampita: votemos por la independencia, pero, por si acaso, yo me hago con unos bonos del Estado opresor. Una muestra de coherencia sin parangón. Otra más.

¿Y todavía queda alguien que se pregunte por qué salió mal la maniobra de Puchi cuando la causa era defendida por pusilánimes como los de la estelada en la casa de la playa y quintacolumnistas financieros como la señora Serra? No es que el lazismo haya sido un movimiento excesivamente serio, pero con lo que estamos descubriendo (y lo que iremos descubriendo a medida que se va desmoronando), llegaremos a la conclusión de que fue una patochada impresentable. Bueno, algunos ya hemos llegado a esa conclusión a la que cada día se apuntan más: los que prometían la independencia del terruño hablaban por hablar y porque los catalanes llevábamos sin meter la pata desde 1934 y ya tocaba volver a tropezar con la misma piedra, que es, al parecer, una de nuestras diversiones favoritas.