Si la amnistía a los golpistas catalanes sirviera realmente para contribuir a la convivencia en nuestro paisito –como sostiene, sabiendo que es mentira, Pedro Sánchez, que solo necesitaba los siete votos de Puchi para mantenerse enganchado al sillón y el que venga atrás, que arree–, no tendríamos a un presidiario al frente del Parlamento local, como es el caso desde que Josep Rull fue ungido para el cargo con la ayuda de ERC, que a veces es independentista y a veces hace como que es de izquierdas.
Si la amnistía contribuyera a la convivencia, la Mesa de Edad del parlamentillo no habría dado por buenos los votos de Puigdemont y Puig emitidos desde Flandes, y nos habríamos ahorrado las sonrisitas de hiena de Agustí Colomines mientras se hacía el sietemachos desoyendo el dictamen del Tribunal Constitucional. Si la amnistía contribuyera a la convivencia, la cuerda de presos independentistas pediría perdón a la sociedad, adoptaría un perfil bajo y permitiría que Salvador Illa llegara a presidir la Generalitat porque su partido fue el más votado en las últimas elecciones autonómicas.
Pero la amnistía solo ha servido para que Sánchez siga en su sitio y no para beneficiar al conjunto de la sociedad catalana, que, poco a poco, va abandonando a los cantamañanas que les prometieron la independencia sin haber preparado nada al respecto y sin que estos se den por aludidos, pues siguen insistiendo en que se deben a ese mandato popular de octubre del 17 que solo existe en su imaginación calenturienta. La realidad va por un lado y ellos van por otro. Circulan por una realidad alternativa en la que la práctica totalidad de los catalanes anhela la independencia, y aunque todo parezca indicar que el pueblo quiere ir en otra dirección, a ellos se la sopla, pues están en posesión de la verdad y, si es necesario, la impondrán por nuestro propio bien, para salvarnos a nosotros de nosotros mismos.
El presidiario Rull y el eterno aspirante a presidiario Colomines están, como los Blues Brothers, en una misión de Dios. Un dios particular, eso sí, llamado Carles Puigdemont, quien, gracias a ellos, debería recuperar su condición de presidente de la Generalitat, que le arrebató el 155 por meterse en camisas de once varas (y luego, en el maletero de un coche). Se trata de una misión imposible, ya que el PSC ha dejado bien claro que no piensa facilitar con su abstención en la votación los planes de Puchi. Pero es que la cosa no va tanto de salirse con la suya (una repetición de elecciones podría arrojar resultados aún más magros para el lazismo), sino de morir matando y hacer la puñeta sin tasa al legítimo vencedor en los últimos comicios regionales.
Todo ello, claro está, por el pueblo catalán, que, como todo el mundo sabe, solo lo componen los nacionalistas y a los demás que nos den por saco, ya que ni somos catalanes auténticos ni nada que se le parezca. Como dijo aquel, Endavant, endavant, sense idea i sense plan. O que todo explote. O que nessun dorma.
Los catalanes nunca nos habíamos distinguido por tener tendencias suicidas, pero llevamos ya bastante tiempo demostrando que disponemos de ellas. Ejemplo reciente: los presupuestos del gobiernillo no se aprobaron porque a los comunes les parecía muy mal lo del Hard Rock, y por una rabieta pueril seudoprogresista hemos llegado a una situación preocupante en el campo de la sanidad que va a llevar a una eliminación de camas a lo largo del inminente verano (y 50 millones de euros menos para el Hospital Clínic de Barcelona).
En el ámbito que los lazis llaman nacional, está pasando un poco lo mismo. Lo fundamental es impedir (o, por lo menos, intentarlo con todas las fuerzas) que un perverso unionista de La Roca del Vallès que tuvo el descaro de ejercer de ministro español ocupe el cargo que legítimamente le corresponde. Todo lo demás –incluido el bienestar del pueblo catalán– se la suda a nuestros ínclitos presidiarios.
Con la amnistía nos ha salido un pan como unas tortas. A todos menos a Pedro Sánchez, imbuido del refrán catalán Qui dia passa any empeny. Puede que el prusés haya terminado, pero la venganza de los presidiarios no ha hecho más que empezar.