En Cataluña, como en el resto de España (véase el caso reciente de José Luis Ábalos) se sigue considerando que dimitir es un nombre ruso. Obsérvese a Gemma Ubasart, consejera de Justicia de la Generalitat, a la que le asesinan a las cocineras de las cárceles a puñaladas y dice que no piensa dimitir, ya que eso sería una salida fácil y ella prefiere afrontar los problemas a base de diálogo (¿con quién exactamente?).
No contenta con eso, amenaza a los funcionarios con represalias si persisten en su actitud levantisca, preocupada como está por los derechos de los reclusos, que se han quedado sin sus vis a vis y demás alegrías y se pasan el día encerrados en sus celdas (esto es muy de aquí, como cuando hay un atentado islamista y lo primero que nos dicen los políticos, antes de haber atrapado a los terroristas, es que no caigamos en la islamofobia: el buenismo tontorrón y presuntamente progresista es una de nuestras especialidades).
Tampoco a Dolors Feliu, mandamás de la ANC, se le ha ocurrido presentar su dimisión tras el fracaso de su famosa lista cívica, que hubiese añadido un colectivo independentista más a las próximas elecciones autonómicas, para las que ya se registra un cierto overbooking de partidos soberanistas. Que te tumben una propuesta que a ti se te antoja fundamental es una señal de que no vas bien encaminado en la dirección de tu organización, sea ésta la que sea.
Feliu ha recibido un mensaje clarísimo, pero prefiere hacer como que no lo ha oído y hasta habla de los resultados de la votación de la lista cívica de marras como de “un empate técnico”, escudándose en que se la ha tenido que envainar por menos de cien votos. Ya se sabe que para proclamar la independencia basta con el 51% de la población (o ni eso), pero para tumbar una idea de bombero debe hacerse por goleada. De ahí que la buena señora no se dé del todo por vencida y que, pese a la hostilidad creciente de un amplio sector de la ANC, que la considera un pelín autoritaria, se mantenga en sus trece.
Yo creo que la lista cívica era la manera que había encontrado para pasarse a la política activa (algo que siempre estuvo implícitamente prohibido en la asociación, que se pretendía transversal) y, en sus sueños más delirantes, llegar a presidenta de la Generalitat, declarar la independencia de manera unilateral y que fuese lo que Dios quisiera. Se ha quedado con las ganas, pero, en vez de irse a su casa o volver a refugiarse bajo el paraguas convergente que la cobijó y alimentó durante años, se agarra al sillón y al supuesto “empate técnico”.
Otros tienen más suerte. Véase el caso de Òscar Escuder, que lleva 20 años al frente de la Plataforma per la Llengua (también conocida como la Gestapo del Catalán) y acaba de ser confirmado en el cargo, aunque también hay gente ahí que lo considera autoritario y un pelín turbio. Veinte años viviendo de vigilar a los escolares en el patio para ver en qué idioma hablan y de denunciar a comercios que no rotulan en catalán y de contribuir al acoso de padres de familia empeñados en que a sus hijos se les imparta alguna clase en castellano no son algo de lo que estar orgulloso.
Pero peor es lo de Dolors Feliu y su “empate técnico”: señora, le han dicho claramente que se meta su lista cívica por donde le quepa, así que lo más decente sería dimitir de su cargo. A no ser que prefiera que la echen, que es lo más probable si Lluís Llach cumple su amenaza de presentarse a las próximas elecciones de la ANC para optar a presidirla. Yo le estoy muy agradecido a Llach porque desde que ejerce de padre de la patria ha cesado en sus insufribles balidos, y por mal que me caiga (que me cae), creo que es lo más parecido a una brújula moral y un candidato transversal dentro del inframundo lazi.
No, dimitir no es un nombre ruso. Y pegarse al sillón con Super Glue no es ninguna muestra de ejemplaridad pública: “¿No estáis de acuerdo conmigo? Pues peor para vosotros, porque yo de aquí no me muevo hasta que me saquen con los pies por delante”.