Una de las obsesiones del lazismo es lo que en ese inframundo se describe como “vivir plenamente en catalán”. Es decir, no tener que recurrir al castellano para comunicarse con nadie nunca jamás.

En la Cataluña actual (especialmente en Barcelona), tal deseo es un capricho patriótico y una quimera que solo persiguen los nacionalistas más radicales. Los demás cambiamos de idioma 20 veces al día (yo, dependiendo de la lengua en que se me dirigen) y no experimentamos ningún trauma al respecto. La Cataluña real es bilingüe, pero la soñada por los lazis es exclusivamente monolingüe. De ahí esas quejas que suelen aparecer en los digitales del régimen de gente que se ha indignado porque ha ido al médico y este no hablaba catalán o no lo entendía o ambas cosas a la vez.

El paciente de turno se ha pillado un rebote del quince y quiere que se entere toda Cataluña: ahí está la prensa del régimen para que su deseo se haga realidad e influya en la política lingüística de la Generalitat. De ahí que el consejero de Salud, Manel Balcells i Díaz (Ripoll, 1958, segundo apellido impuro), se haya sacado de la manga unas clases de catalán para los facultativos que ejercen en nuestra región, gratuitas y a impartir en horario laboral.

Esto último ofrece la ventaja de aprender un nuevo idioma en vez de trabajar, pero también la desventaja de que, mientras estás aprendiendo los pronombres débiles, no estás ejerciendo la labor por la que se te paga (supongo que al lazi medio le da igual: merece la pena esperar a ser atendido en catalán, aunque en el ínterin la salud pueda resentirse: ¡todo por la patria!).

Hemos llegado a un punto en el que asistimos a estos caprichitos del nacionalismo como si fuesen lo más normal del mundo. Hasta ahora, ante un médico que no hablara catalán había dos opciones: cambiar de idioma o improvisar un diálogo de besugos en el que cada uno chamullara en lo suyo. La cosa solo se complicaba si el médico en cuestión, tal vez recién llegado de Lima, Tegucigalpa o la Patagonia, no entendía ni papa de catalán, momento en que la consulta, para un lazi de pro, devenía imposible (los que nos dirigimos al médico en el idioma en que nos habla no tenemos esos problemas, pero, claro, ello se debe a que somos unos botiflers y unos nyordos).

Con los nacionalistas, a veces hay que insistir en conceptos propios de una charla entre Epi y Blas. Hay que recordarles que la única lengua de conocimiento obligado en toda España (incluida Cataluña) es el español. Si el médico de turno tiene el detalle de aprender catalán, mejor para todos, pero no está obligado a hacerlo (al cabo de un tiempo, todos lo entienden, que tampoco es tan difícil).

Este razonamiento que a mí se me antoja tan sensato no lo es para el lazismo. No lo es porque sus militantes parten de un error garrafal: creer que viven en la República Catalana, en un país independiente en el que se habla un único idioma. Así pues, hay que explicarles, como a Epi y a Blas, que están equivocados y viven instalados en un error que solo puede conducirles a la depresión. La República Catalana no existe. Cataluña no es un país independiente, sino una comunidad autónoma del reino de España. Por lo tanto, su pretensión de vivir plenamente en catalán es absurda e irrealizable y puede que solo tenga éxito en algunos pueblos de la Cataluña catalana (en Barcelona es imposible).

Aspirar a la independencia puede ser legítimo, pero actuar como si esa independencia ya hubiese tenido lugar es vivir de espaldas a la realidad y preferir la mentira a la verdad (una especialidad de nuestros nacionalistas). No hace falta que los médicos aprendan catalán. Más necesaria es una intervención psiquiátrica para todos los que se creen que en Cataluña se puede vivir plenamente en catalán. Eso solo sería posible con una independencia que, de momento, no se vislumbra por ninguna parte. Ya entiendo que la quimera puede ser más bonita que la realidad, pero tiene un problema práctico: es una fantasía.

Siguiendo el ejemplo del consejero Balcells, el aguerrido y carismático Tito Álvarez, líder de Élite Taxi, ha conseguido que se implante un examen de catalán para poder ejercer de taxista en Barcelona. Su caso es aún más delirante que el del lazi medio porque nadie le ha oído pronunciar nunca una sola palabra en catalán (igual aspira a una carrera política). Teniendo en cuenta a qué se dedican los taxistas, tal vez sería mejor darles clases de inglés, no en vano Barcelona es una ciudad turística, pero parece que eso no se le ha pasado por la cabeza ni a Tito ni a nadie.

Curiosamente, las cacicadas patrióticas de los mandamases de la salud (y del taxi) pasan casi desapercibidas. La oposición las encaja como el que oye llover. A nadie se le ocurre decir que no hace falta impartir clases de catalán a médicos y taxistas, pues para algo vivimos en un paisito con dos lenguas oficiales (la más hablada, el castellano) en el que las personas normales están acostumbradas a cambiar de idioma varias veces al día sin por ello experimentar situaciones traumáticas.

Pero ya se sabe que los políticos (y los líderes del taxi) siempre encuentran un problema para cada solución. Los taxistas, mejor que aprendan inglés. Y los médicos no deberían robar tiempo a su labor, ya especialmente achuchada y a menudo mal dirigida, para aprender un idioma que no necesitarían si esto no estuviera lleno de fanáticos que confunden sus deseos con la realidad.