La inmersión lingüística ha sido un fracaso sin paliativos. Los críos educados en catalán se ponen a hablar en castellano en cuanto pasan del aula al patio. El español sigue siendo el idioma más hablado en Cataluña, por lo que definir al catalán como única lengua propia cada vez suena más a eufemismo, wishful thinking o mero anacronismo interesado y con ánimo dominante. La Generalitat sigue invirtiendo nuestro dinero en untar a la Plataforma per la Llengua (también conocida como Gestapo del Catalán) para que se meta donde no le llaman y espíe a los niños en edad escolar para ver en qué idioma se expresan durante su asueto cotidiano (medio millón de nuestros mejores euros en el 2023 y tres millones en total durante los últimos cinco años). La realidad es la que es, pero quienes nos gobiernan quiere que sea la que a ellos les apetece. Y mientras dispongan de dinero público –y de la vergonzosa tolerancia de las autoridades españolas– seguirán gastándoselo en construir su paisito ideal, que solo existe en su imaginación calenturienta, mientras el PSC, que debería tomar cartas en el asunto, mira hacia otro lado, como suele, porque aún no se ha desprendido del todo del síndrome de Estocolmo que se impuso en el partido durante la larga y negra noche del pujolismo.
Ante el matonismo lingüístico del gobiernillo local y el Allá se las compongan de los Gobiernos centrales, ya fuesen de derechas o de izquierdas o de ni una cosa ni la otra, la sociedad civil ha tenido que ponerse las pilas, algo que no habría sido necesario si el Gobierno autónomo no estuviera en manos de fanáticos y el nacional a disposición de todo tipo de pusilánimes pendientes de su cargo. Entre el uno y el otro han conseguido que al catalán constitucionalista le den mucho por saco desde tiempo inmemorial (está sucediendo ahora mismo, en el ámbito español, algo muy parecido con esos contactos tan sandungueros de nuestros progresistas con la banda de Waterloo). Durante el infausto prusés, desde Madrid nos dejaron tirados, y la situación no ha mejorado mucho desde entonces: la enseñanza en Cataluña es un sindiós idiomático en el que los lazis barren para casa (afortunadamente, sin mucho éxito, aunque sí con un considerable despilfarro de dinero público) y quienes deberían defender una genuina educación bilingüe se lavan las manos y ponen cara de a mí que me registren.
Ante semejante situación, no es de extrañar que la AEB (Asamblea por una Escuela Bilingüe) haya pedido ayuda a Europa para que trate de poner un poco de orden en el sistema educativo catalán, aparentemente empeñado en convertir el castellano en una lengua residual, aunque sea, insisto, la más hablada en Cataluña. A tal efecto, los próximos días 18, 19 y 20 de diciembre caerán por aquí unos cuantos eurodiputados a vigilarnos y a intentar conseguir que se hagan las cosas como Dios manda de una puñetera vez. Y la visita, aunque necesaria, se me antoja una vergüenza por partida doble, la que deberían experimentar un Gobierno autonómico que se pasa la ley por el arco de triunfo y un Gobierno central que, anteponiendo siempre sus intereses de partido a los del país (como está pasando ahora con la humillante Operación Cocomocho), abandona a su suerte a sus conciudadanos del noreste de España. Recurrir a Europa debería ser siempre una cuestión de última instancia, no la única manera de hacer frente a unos alumnos matones porque el profesor es un egoísta calzonazos que solo piensa en su tarima. Que tengan que venir de fuera para recordarnos que el español es un idioma de uso obligado en toda España es algo que se sitúa entre lo vergonzoso y lo ridículo. Y cuando vengan los parlamentarios europeos, que se preparen para el recibimiento lazi: intuyo quejas, indignación, llanto y crujir de dientes en todos esos hipócritas nacionalistas que solo ensalzan a Europa cuando les conviene (del Gobierno español, sea el que sea, solo espero un silencio sepulcral).
La AEB no existiría si la Generalitat cumpliera la ley y el Gobierno central se encargase de asegurar dicho cumplimiento, lo que no es el caso.