Nunca acabas de librarte de Carles Puigdemont. A veces te haces ilusiones y crees que lo conseguirás: es cuando lo ves tirado en Flandes, cada día más aburrido y solo, intentando darse aires de grandeza sin conseguirlo, avanzando, lenta pero decididamente, hacia la irrelevancia. Pero, de repente, gracias a alguna coyuntura que le es propicia, el sujeto revive y hasta se viene arriba, como ha sucedido durante estas últimas semanas a raíz de la necesidad de formar gobierno en España.

Empezó Puchi dándose un baño de masas (o, por lo menos, dejándose ver) en un aquelarre nacionalista celebrado en el sur de Francia al que tuvo el cuajo de acudir el inefable José Montilla, quien parece que aún no se ha enterado de que, si eres un político constitucionalista español, resulta de un gusto discutible retratarse junto a un fugitivo de la justicia (el hombre está recuperando a toda prisa el papel de charnego agradecido que tan bien interpretó cuando presidía la Generalitat y organizaba manifestaciones patrióticas de las que tenía que salir por patas ante la indignación e insultos de los guardianes de las esencias, como se deduce de sus fotos con el infame Cocomocho y sus declaraciones sobre una posible amnistía para los golpistas del octubre del 17 con la excusa de que “hay que explorarlo todo para la convivencia”: no, Pepe, no se trata de convivencia en este caso, se trata de que tu señorito conserve el sillón).

Ahora se está viendo claramente, eso sí, que Puchi vive con respiración asistida, la que le ofrecen los dos principales partidos políticos españoles para hacerse con el poder gracias a los votos de su partido, Junts, con el que nadie medio decente debería mantener la más mínima relación: Sánchez lo hace a lo bestia, sin disimular, pues ya sabe que todo el mundo sabe que es capaz de cualquier cosa con tal de perpetuarse en el cargo; Feijóo, más jesuíticamente, encarga a algún secuaz que tantee al energúmeno de Waterloo (desde Cataluña, Alejandro Fernández le pide que no lo haga, pero no le hace ni caso). En cualquier caso, ambos dirigentes están cruzando una línea roja que nadie que aspire a presidir el Gobierno español puede cruzar: no se puede negociar con un delincuente y el fin no justifica los medios.

Y mientras tanto, claro, Cocomocho está encantado y no puede creerse la suerte que tiene. Es la hora del chantaje, y eso es algo que los separatistas dominan como nadie. Un fugitivo de la justicia y su partido de mamarrachos quiméricos se convierten, de repente, en gente seria con la que hay que negociar y a la que hay que hacer concesiones para explorar la convivencia. Aunque Junts va de mal en peor, Sánchez les cede dos diputados para que puedan tener grupo propio en el Congreso, algo que las urnas les habían negado. Eso significa una entrada de dos millones de euros de dinero público en cuatro años, que le vendrán muy bien a un partido que va de mal en peor. Conseguido ese chollo, vamos a por el siguiente: la amnistía para los amotinados de octubre, que Puchi, en su magnanimidad, quiere hacer extensiva a los maderos que repartieron estopa en Cataluña cuando el referéndum ful (¡el despiporre!: un aspirante a presidiario diciendo quién tiene derecho a una amnistía y quién no…).

Los españoles estamos en manos de una clase política que no entiende de ética ni de líneas rojas porque solo entiende lo que le conviene, que es hacerse con el poder a cualquier precio (en semejante tesitura, las cuestiones morales son un incordio). A corto plazo, alguien, probablemente Sánchez, lo logrará. Pero a medio y largo plazo, la abstención no parará de crecer en próximas convocatorias electorales. ¿Para qué votar si luego todo el mundo hace con tu voto lo que le da la gana, pensando exclusivamente en sus propios intereses?

Vuelvo de vacaciones y la primera idea que me viene a la cabeza es la que da título a este artículo. Cocomocho es la gran mosca cojonera de la política española y quienes deberían esquivarlo (y desactivarlo) lo adulan: apaga y vámonos.