Cuando te sientes especial y diferente (o sea, superior a los infraseres que te rodean), tiendes a ponerte exigente con todo aquello a lo que crees tener derecho. Esa ha sido desde un buen principio la actitud del nacionalismo catalán, empeñado en que su pequeño país reciba tratamiento de Estado y en que su pequeño y dignísimo idioma, que no tiene la culpa de que algunos lo utilicen para incordiar, reciba el mismo tratamiento internacional que los de las naciones con Estado. El supremacismo nacional y lingüístico es una constante de los indepes, a los que les encanta mostrarse permanentemente insistentes en cuestiones que no tienen vuelta de hoja, ausentes (u orgullosos) de lo cansinos que resultan. Estos últimos días, hemos gozado de dos nuevos ejemplos de tan molesta e irracional actitud.
Primero nos salieron con lo de que España nunca ha movido un dedo para que el catalán sea oficial en la Unión Europea y que Rodríguez Zapatero los engañó con una petición en esa línea que nunca se materializó (esto último resulta verosímil, ya que el hombre del talante en general -sin adjetivo detrás, o sea, carente el concepto de significado por sí mismo- siempre se distinguió por prometer cualquier cosa para deshacerse de los pelmazos, igual que Sánchez). A estas alturas, el lazismo debería saber que la Unión Europea es una asociación de Estados y que a cada estado le corresponde un idioma, el que es hablado por la totalidad de la población (a no ser que se trate de Bélgica, que no es exactamente un país, sino la unión contranatura de dos naciones que se detestan y que sólo se sostiene, más o menos, por la monarquía y los chollos derivados de la administración europea). Para eso habría que hacer algo que a los indepes se les hace bola: asumir que el castellano o español es un idioma común, no una lengua impuesta a bofetadas, y que es el mayoritario en la propia Cataluña (más un regalo que permite a los catalanes comunicarse con la América del Sur y, cada vez más, con la del Norte). Mientras se siga insistiendo en la imposición del castellano y en el supuesto plan español para que se extinga el catalán, no dejaremos de oír declaraciones rimbombantes ni peticiones extravagantes. A diferencia de Bélgica, donde la mitad de la población se niega a entender el idioma de la otra, en Cataluña todo el mundo comprende y habla el castellano, por lo que es lógico que las autoridades europeas hagan caso omiso de los caprichitos lingüísticos de un sector de la comunidad catalana que, además, pese al departamento de agit prop del régimen nacionalista, no es mayoritario en el conjunto del paisito. Ajenos a esas evidencias, cada equis tiempo, el gobiernillo de turno vuelve a insistir en el tema del catalán en Europa, como acaba de ocurrir.
En lo referente al supremacismo, Meritxell Serret ha aportado su granito de arena los últimos días quejándose de que el Gobierno español no ha tenido en cuenta al suyo a la hora de plantearse la presidencia rotatoria de la UE. Una vez más, ¿por qué habría de hacerlo? Serret encuentra normal que el Estado no consulte a Extremadura o Andalucía, pero que no lo haga con Cataluña es una vergüenza y un oprobio. Insistimos así en el tema de las (mal) llamadas comunidades históricas, que son las que tienen otro idioma aparte del castellano. El subtexto, si no me equivoco, es que otras regiones españolas carecen de historia propia, como si se tratara de unos entes amorfos a los que no les ha quedado más remedio que ser españoles porque no podían ser otra cosa. Este planteamiento, además de racista, ha ejercido un funesto efecto llamada en comunidades que, para no ser menos, se han tenido que inventar un idioma para darse aires de especificidad: la cosa va de la llingua asturiana (antes conocida como bable) al andaluh que se han sacado de la manga algunos tarados del sur de la península y que consiste en aplicar el acento local a la ortografía y quedarse tan anchos, como si lo que han alumbrado de forma tan obtusa fuera un idioma de verdad.
Aunque no soy ningún fan de Pedro Sánchez, intuyo que su gobierno habrá preparado lo de la presidencia rotatoria de la UE de la manera habitual en estos casos, que no debe diferir mucho de la de los demás Estados del club (de Estados, insisto, no de naciones sin Estado, o sea, regiones). Y esa manera no puede pasar por consultar de forma selectiva a los mandamases de una porción del territorio nacional (es decir, lo que el refranero resume de forma algo grosera con la expresión Donde hay patrón no manda marinero).
Dar la tabarra (de nuevo) con lo del catalán en la UE y quejarse de no haber sido consultado sobre la presidencia española de la misma son ganas de ponerse pesado, de tropezar voluntariamente y las veces que haga falta con la misma piedra. Esas actitudes son, también, la prueba de que no hay peor sordo que el que no quiere oír y de que vivir de espaldas a la realidad, en un universo paralelo, puede estar bien para pasar el rato, pero resulta inútil, contraproducente y hasta de efectos deprimentes si uno vive en un mundo que no le acaba de gustar, pero es el único que hay.
Estaría bien que ese mundo nos mirara, sin duda, pero no con aburrimiento y estupor ante nuestra legendaria pesadez.