Daba gusto ver al consejero de Educación, González Cambray, sacando pecho en TV3 (¿dónde, si no?) de la toma de posición del Tribunal Constitucional sobre el uso de las dos lenguas de Cataluña en la educación. La justicia ha dicho que no hace falta imponer cuotas a los idiomas, pero que hay que velar por una aplicación equilibrada de ambos, y Cambray ha entendido que puede hacer de su capa un sayo, seguir intentando acabar con el castellano en escuelas y universidades y considerar que una educación exclusivamente en catalán es, además de una cima democrática, un triunfo de ese lazismo que él tan bien representa (se habrán fijado que estamos ante el funcionario del régimen que siempre luce en la solapa el lazo amarillo más grande que encuentra, ¡y no me extrañaría que tuviera otro de las mismas dimensiones para la chaqueta del pijama!).

El Constitucional no le ha dado permiso para tratar de erradicar el castellano de Cataluña, pero él hace como que lo ha entendido así. Como ya saben quienes lo sufren más directamente (los miembros del profesorado), el señor Cambray va por la vida (educativa) pisando fuerte, tomando decisiones tan impopulares como erráticas y, en suma, ganando amigos a diario con su peculiar manera de tratar a la comunidad docente (en Francia ya le habrían volado su restaurante favorito). Pese a sus esfuerzos para hacer como que nadie en Cataluña habla español, este idioma no para de crecer y extenderse en las aulas catalanas, lo cual llevaría a otro a preguntarse qué se está haciendo mal (pese a la colaboración, convenientemente remunerada, de la Plataforma per la Llengua, también conocida por el cariñoso alias de La Gestapo del catalán), pero no es ese el caso de nuestro hombre, que parece tener una elevada opinión de sí mismo y de su autoasignada misión de salvar la lengua catalana de un futuro aciago que solo existe en su mente calenturienta y fanatizada.

Ha sido enterarse de la opinión del Constitucional y tratar de acercarla a sus tesis sobre la inmersión y su praxis de hacer la puñeta a educadores y educados que se empecinen en hablar la lengua del enemigo. Usted dígame lo que quiera, que yo entenderé lo que me dé la gana, ese parece ser el lema de nuestro muchacho trabajador activista (y que me perdone el gran Ignatius J. Reilly por utilizar los términos que usaba para firmar sus delirantes misivas). Y es que si a algo no aspira el señor Cambray es a alcanzar algo parecido al equilibrio idiomático en la enseñanza catalana. Tú le dices que no es necesario imponer un 25% de clases en castellano y él entiende que se puede impartir el 100% en catalán: supongo que para eso le pagan. Y estamos, por otra parte, ante la actitud habitual de sus jefes, como acaba de comprobar el Petitó de Pineda con la última orden recibida por parte de la Junta Electoral Central y que consiste en que se abstenga de dar la chapa con ese acuerdo de claridad que no va a ninguna parte (el resto de partidos indepes le ha dicho que se lo meta por donde le quepa, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta que se trata de un invento del Gobierno canadiense para imposibilitar cualquier nuevo referéndum de independencia de Quebec, y el presidente Sánchez ya le ha respondido con una versión educada del célebre ripio Que me olvides, Benavides), pues estamos en período electoral y no se puede aprovechar el cargo para soltar mítines a destiempo.

El lazismo vive permanentemente en la inopia. Sus integrantes están convencidos de que la razón está siempre de su parte, aunque la realidad se dedique a desmentir sus delirios con una contumacia francamente notable. Y en cuanto a lo que ha dicho el TC, no cuela hacerse el tonto (por bien que lo haga, que lo hace) y entender las cosas al revés. El equilibrio lingüístico, señor Cambray, no consiste en que un idioma desintegre al otro (ya ve lo bien que le salió la jugada al Caudillo en su momento), sino en que ambos coexistan en proporciones adecuadas que, ciertamente, pueden variar según la zona: a cualquiera se le ocurre que hay que potenciar cada una de ellas donde más peligro de ninguneo corre. Si usted ha entendido que el equilibrio en cuestión le da carta blanca para reprimir el uso del castellano (sabemos que le encantaría, pero se va a tener que jorobar), demuestra, en el mejor de los casos, cierta disonancia cognitiva y, en el peor y más probable, una mala fe impropia de su cargo, aunque lo haya obtenido no por sus méritos en la gestión educativa, sino gracias a su enorme lazo amarillo, a su tendencia a la intolerancia (plenamente compatible con su ineptitud) y a su condición de fanático separatista. Cualidades, por otra parte, que resultan prioritarias a la hora de repartir los cargos en nuestros gobiernillos lazis. Por lo menos, en el caso de los hombres, pues ya sabemos que en el de las mujeres se impone la tesis Salvadó de dárselo a la que tenga las tetas más grandes: supongo que la táctica sigue vigente, pues no he visto hasta ahora que nadie importante haya desautorizado al campeón mundial de lanzamiento de papeles comprometedores por las claraboyas.

Repita conmigo, señor Cambray: el equilibrio lingüístico no consiste en basurear la lengua mayoritaria de Cataluña en los centros educativos. Repítalo cincuenta a cien veces o las que haga falta hasta que un concepto tan sencillo le entre en la mollera, pese a sus escasas y malintencionadas luces.