La noticia ha pasado prácticamente inadvertida (¿dónde está TV3 cuando la necesitas?), pero el miércoles de la semana pasada, como informaba convenientemente La Vanguardia en un artículo de Cristina Sen, el Parlamento catalán aprobó una ley de apoyo al escultismo por su supuesto arraigo en la historia de Cataluña. Si me pongo positivo, llego a la conclusión de que la efeméride no fue lo suficientemente celebrada porque los Boy Scouts se la soplan a la mayoría de mis conciudadanos (¡y a mí el primero!), pero igual es que andamos tan entretenidos con los espectáculos de Laura Borràs y Clara Ponsatí (por no hablar de la gira triunfal por Sudamérica del presidente Aragonès) que no estamos por lo que hay que estar, que es celebrar la versión nostrada del movimiento de muchachos exploradores que se inventó un militar inglés, el coronel Robert Baden Powell, a principios del siglo XX y que se exportaría con bastante éxito a todo el mundo, en especial a Estados Unidos (donde recientemente atravesó algunos problemillas legales por los abusos sexuales a los que fueron sometidos los chavales durante años por parte de ciertos monitores lúbrico-patrióticos).

El introductor del escultismo en Cataluña fue Josep Maria Batista i Roca (en 1927), un nacionalista que supo ver de inmediato la capacidad como comecocos patriótico del invento del coronel Baden Powell, y en los años 60, cuando yo era un crío, los minyons de muntanya ya eran un fenómeno muy extendido entre nuestros guardianes de las esencias (la revista infantil Cavall Fort contribuía a la mística del asunto publicando las aventuras de La patrulla dels castors, un cómic franco belga dibujado, no muy bien, por un tal Mitacq siguiendo los guiones del gran Jean-Michel Charlier, padre de Michel Tanguy y del Teniente Blueberry, que aquí no vivió sus mejores momentos). Tanto que mi señor padre, que no era más franquista porque no se entrenaba, se encargó de que yo no me apuntara jamás a un campamento de los niños exploradores catalanes (el hombre olía a un separatista a cien metros). Me dijo, eso sí, que igual me enviaba a un campamento de la OJE (que a mí me parecía la misma tabarra, pero en versión falangista), pero, afortunadamente, se olvidó del asunto y conseguí llegar a los 18 años sin haber militado jamás en los Boy Scouts, ya fuesen los de la OJE o los de la ceba, pues siempre me había dado un poco de grima esa especie de educación patriótico-militarista de la que ya disfrutaba bastante en casa, dado que mi progenitor era un oficial del arma de infantería.

Hoy, evidentemente, a nadie se le ocurre reivindicar al Frente de Juventudes franquista, pero, por el contrario, a nuestro parlamentillo le parece muy razonable dictar leyes de apoyo al escultismo catalán. ¿Y cómo podría ser de otra manera si la mayoría de nuestros políticos fueron minyons de muntanya que, en su mimetismo de las obsesiones del coronel Baden Powell, hasta habían encontrado una traducción para ese lema que coincidía con sus iniciales, Be Prepared, que, si no recuerdo mal, era Sempre a punt (tampoco el pobre Charlier había inventado nada con su patrulla de los castores, ya que en el primer campamento organizado por el héroe de la guerra de los Boers –celebrado entre el 1 y el 9 de agosto de 1907 en la isla de Brownsea, bahía de Poole, condado de Dorset– los chavales fueron divididos en cuatro grupos que atendían por lobos, toros, cuervos y chorlitos. La Vanguardia cita entre los prohombres de nuestra vida política a personajes como Pasqual Maragall, Joaquim Nadal, Ernest Benach y Josep Lluís Carod-Rovira (salvo el primero en su buena época, la de alcalde de Barcelona, los demás son para echarles de comer aparte). Y yo creo que se queda corta, pues mi impresión personal es la de que cuesta Dios y ayuda encontrar a un político catalán que no cayera en su momento bajo la influencia de la versión local de las chorradas del coronel Baden Powell. La mayoría pasaron por el escultismo nostrat, y puede que algunos por la OJE. Y aunque carezco de base científica alguna para demostrarlo, tengo la impresión de que los efectos del escultismo sobre nuestros políticos en particular y la sociedad catalana en general han sido funestos. Extrapolando un poco, no me costaría nada ver en el 1 de octubre de 2017 el delirio de una pandilla de boy scouts de ambos sexos, sempre a punt, con el cerebro carcomido por los campamentos infantiles catalanistas y la lectura de La patrulla dels castors, convencidos de que una independencia por las bravas (y por la cara) no era más que una especie de inmenso foc de camp en el que un mediocre periodista de Girona ocupaba el lugar del coronel Baden Powell a la hora de contar cuentos en torno a la enorme hoguera en la que, teóricamente, se había convertido el paisito.

Haberme librado, al mismo tiempo, de los exploradores falangistas y de los catalanistas es una de las pocas cosas en mi biografía de las que estoy realmente orgulloso. Me pasé años cruzándome con gente que había estado en los minyons de muntanya y que me miraba como si fuese un extraterrestre cuando les contaba que yo no había pasado por esa especie de entrenamiento para el servicio militar y de formación del espíritu nacionalista. A fin de cuentas, tener un padre de derechas podía tener sus ventajas: gracias a su radar para detectar separatistas fomentados por la iglesia (aunque franquista, papá era un consumado comecuras), me libré de las chorradas del coronel Baden Powell; y gracias a su natural olvidadizo, tampoco tuve que aguantar a los exploradores falangistas.

He hecho bien en no dedicarme a la política en Cataluña. Sin haber pasado por los Boy Scouts locales, nunca habría llegado a nada. Personalmente, eso sí, la ley parlamentaria de apoyo al escultismo me causa una gran vergüenza ajena (supongo que vendrá acompañada de pertinentes propuestas de la Plataforma per la Llengua y demás asociaciones benéficas), pero, visto todo lo visto hasta ahora, no puedo decir que me sorprenda.