Hace ya un tiempo que los primeros bebés catalanes del año suelen ser de origen árabe o sudamericano, cosa a la que no debería dársele demasiada importancia, a no ser que se forme parte del lazismo más radical y se considere a los neonatos una especie de inmigrantes pequeñitos que no merecen la condición de genuinos catalanes (para ser una nación sin estado –o una región española, como prefieran—, Cataluña siempre ha sido bastante tacaña a la hora de otorgar la nacionalidad, como si se tratara de un privilegio que hay que ganarse a pulso y no dejarlo en manos del azar: yo mismo lo noté en el colegio, cuando aún no hablaba catalán, en el trato que me dispensaban algunos alumnos de una catalanidad mucho más acrisolada que la mía). En 2023 se ha repetido la tendencia y el primer (supuesto) catalán ha sido un niño llamado Zakaría, nacido en el hospital de Palamós, cuyos progenitores atienden por los no muy catalanes nombres de Maryem y Mohamed. Otro recién llegado es un tal Yusaf, cuyos padres se llaman Khadija y Ahmed. Y un tercero ha sido el retoño de una pareja boliviana.

“No vamos bien”, ha decretado el lazismo radical antes de propulsarse a las redes sociales para negarles la catalanidad a los nuevos bebés, y hasta una concejala de Ripoll, Silvia Orriols, ha llegado a la desoladora conclusión de que ya no nacen catalanes, que se parece mucho a decir que los catalanes no se reproducen al ritmo que deberían. Creo que también se ha sumado a la regañina algún paranoico convencido de que estamos asistiendo a la Gran Sustitución, concepto también popular en Francia según el cual los árabes en Europa se clonan a lo bestia para acabar siendo más que los autóctonos y convertir a todos nuestros países en una especie de califatos (puede que, entre la masa de inmigrantes, haya algunos majaretas que creen en la Teoría de la Sustitución, pero me da la impresión de que son una minoría y que la mayoría de ellos se reproduce más que los catalanes de pro a causa de la costumbre, la inercia cultural o, simplemente, la inconsciencia: los lazis deberían encontrar razones positivas y humanistas a la menor tasa de reproducción de los catalanes, muchos de los cuales se resisten con respecto a este tema no estirando más el brazo que la manga).

En cualquier caso, el recibimiento que les ha deparado el lazismo radical en las redes sociales a Zakaría y Yusaf no coincide mucho con esa patraña tan extendida que afirma que Cataluña es una tierra de acogida. Más bien les han dicho a los tiernos infantes que no se hagan la ilusión de ser catalanes por el mero hecho de haber nacido en Cataluña, pues la catalanidad, caso de alcanzarla, van a tener que trabajársela a conciencia para no ser considerados durante toda su vida unos moracos.

Se olvida a menudo el componente racista del independentismo, pero queda claramente al descubierto cada Año Nuevo, cuando los guardianes de las esencias descubren horrorizados que los primeros catalanes en llegar (tal vez porque tienen más hambre que los bebés de padres autóctonos) son moracos o panchitos, neologismos muy útiles para demostrar que eres un supremacista como la copa de un pino: cuando no había árabes ni americanos en Cataluña, el racista local se tenía que conformar con los charnegos, término despectivo aplicado a murcianos, extremeños, andaluces y demás gente de mal vivir, de esos que, como sostenía la difunta Montserrat Carulla adelantándose a la Teoría de le Sustitución, habían sido enviados aquí por Franco para acabar con nuestro carácter y lengua nacionales (y no para salir de pobres, que es lo que aparentaban).

El racista catalán evoluciona con los tiempos que le toca vivir, eso sí. De esa manera, se han unido al charnego el moraco y el panchito. Y si tuviéramos una colonia de extraterrestres, seguro que nuestros supremacistas se inventarían rápidamente un término ofensivo para referirse a ellos. Suele decirse que el patriotismo es el amor a lo propio y que el nacionalismo es el odio al vecino. En Cataluña hace tiempo que se confunden interesadamente ambos conceptos, y para los lazis, siempre se la gana el que no se corresponde con su idea de la catalanidad. Una curiosa manera de hacer amigos, como demuestra el hecho de que los adolescentes catalanes se lancen a hablar en castellano en cuanto salen del aula.

Sostenía Jordi Pujol que las familias catalanas deberían tener tres hijos, ni más ni menos (si él tenía siete, era por un exceso de patriotismo y para compensar lo de esos malos catalanes que se conformaban con dos retoños, uno o ninguno). Y como en la Cataluña actual todo viene de Pujol, sus herederos se lanzan a las redes sociales para cometer una doble ofensa patriótica: afear la conducta reproductiva de los catalanes que no se pasan la vida echando hijos al mundo y rasgarse las vestiduras por el hecho de que se pueda considerar catalán a alguien que atiende por Zakaría o Yusaf. ¿Os creías que erais catalanes por haber nacido en Cataluña, chiquitines? Pues hay quien cree que no y que os vais a tener que ganar la catalanidad a pulso, aunque, hagáis lo que hagáis, como antes les sucedió a los españoles, en el fondo, nunca acabaréis siendo de aquí. Así pues, en cuanto crezcáis un poco, os vais a una mezquita en la que os coman el tarro, formáis un comando islámico y cometéis un atentado atroz. En ese momento, dada la peculiar lógica catalana, se producirán muestras de solidaridad hacia vosotros, cundirá la autocrítica por doquier y se nos urgirá a no incurrir en la islamofobia. Realmente, el que nos entienda, que nos compre.