La Cataluña Norte, que es como llaman nuestros nacionalistas a una parte del sur de Francia, es un nido de extremistas de derechas, como se deduce tras las recientes votaciones en las que Marine Le Pen lo ha vuelto a petar en Perpiñán, que es, por cierto, la única ciudad francesa de cierta importancia con un alcalde de su partido. En el corazón de la Catalunya Nord, madame Le Pen se ha hecho con el 27,40 por ciento de los votos, y tampoco le ha ido nada mal a su adversario dentro de la derechona gala, Éric Zemmour, por el que ha votado el 25,75% del electorado. Entre los dos han pillado algo más del 53% de los votos emitidos. Y fue en Perpiñán donde la dulce Marine celebró su mitin de fin de campaña, pues es evidente que ahí no hay quien le tosa.

Curiosamente, estos datos no parecen provocar ni un tímido arqueo de cejas entre nuestros lazis: ¿a ninguno de ellos le da vergüenza la evidencia de que, en Perpiñán, y en todo el Rosellón, la densidad de fascistas por metro cuadrado sea muy superior a la media del hexágono? ¿No les parece que hay algo que chirría en los llamados Países Catalanes?

En TV3, estos datos se los comen con patatas. Los citan, pero como sin darles importancia. Y siempre encuentran, a la hora de entrevistar, a alguien que habla catalán con un fuerte acento francés y se queja de lo bien que le van las cosas a Marine Le Pen en Perpiñán, contribuyendo a presentar como una rareza o una excentricidad lo que es algo que debería preocupar a nuestros próceres del pancatalanismo.

Eso sí, en cuanto pasan las elecciones, Perpiñán vuelve a ser la orgullosa ciudad catalana en la que la gente se manifiesta para incluir el idioma en la enseñanza (sin mucho éxito hasta el momento), o la pujante villa procesista en la que se acaba de inaugurar una nueva madrasa (perdón, bressola), o el lugar en el que ha surgido un nuevo y relevante novelista en catalán o se ha muerto un viejo poeta que nunca utilizó el francés para sus versos y al que, tal vez por eso, no suele conocer prácticamente nadie. La Catalunya Nord es también el decorado que suele elegir Carles Puigdemont para sus performances, que llegan a la Cataluña Sur convenientemente amplificadas por los medios de comunicación del régimen (la última: la presentación de su nuevo gobierno de pegolete, que incluye a un célebre cantautor calvo semi jubilado).

En la Cataluña Norte, el independentismo es prácticamente inexistente o, en el mejor de los casos, irrelevante. Los lazis locales se las ven y se las desean para que alguien les haga caso. Y en período electoral, directamente, desaparecen, no vayan a ser molidos a palos por los hooligans de Marine Le Pen o Éric Zemmour (o los de Jean-Luc Melenchon, que dice que es de izquierdas, pero no parece mucho menos bruto que los otros dos).

Aparentemente, la Cataluña Norte y la Cataluña Sur no tienen nada que ver, y Perpiñán es, como decía de Génova Paolo Conte, una idea como cualquier otra. O, mejor dicho, una aspiración seudoimperial frustrada, una muestra fallida de pancatalanismo o un recurso para llenar unos minutos del Telenotícies. La Cataluña Norte es, pues, una Cataluña falsa. En la real, los lazis aún cortan el bacalao (aunque habrá que ver cuánto les queda); en la falsa, no pintan nada. La Cataluña falsa solo sirve para que Puchi, que también es un presidente falso, se crea que está en la Cataluña real cuando monta uno de esos aquelarres que no puede representar en esta porque acabaría entre rejas, mientras que en la otra disfruta de la tolerancia del centralismo francés, que no lo considera un peligro para la unidad de la república, sino lo que es: un pintamonas que ha perdido pie en la escalera y se agarra desesperadamente a la brocha.

La Cataluña del sur también tiene sus extremistas intolerantes, sus equivalentes de Le Pen o Zemmour. Y la verdad es que no les va nada mal. Suelen ganar las elecciones y, no contentos con ello, tienen el cuajo de considerarse progresistas y hasta de izquierdas. Casi que me quedo con sus hermanos del norte, fachas de toda la vida que no pretenden engañar a nadie.