Durante muchos años, los catalanes disfrutamos de una cierta fama de emprendedores que no sé hasta qué punto se basaba en nuestra capacidad de iniciativa o en la imposibilidad de contar con un funcionariado propio en un país tan centralista como la España de Franco.
Estábamos tan convencidos de nuestra singularidad que nos pasábamos la vida haciendo chistes sobre Madrid y sus miles de funcionarios, un colectivo de inútiles, holgazanes y deshuesados que dedicaban sus jornadas laborales a tocarse las narices en su despacho del ministerio de turno, si es que no estaban en el bar de la esquina dudando entre si seguir los cafelitos o tirarse a los botellines. Nosotros, trabajadores, emprendedores y libres de mente, éramos diferentes.
Y lo fuimos hasta que se reinstauró la Generalitat y empezamos a ver, como los madrileños, que fuera de la administración se pasaba mucho frío y no había más que problemas. Así hemos llegado a la situación actual, en la que nuestro querido gobierno autónomo cuenta con un total de 350.000 funcionarios, una cifra que no sé a ustedes, pero a mí se me antoja un tanto excesiva para lo que en la práctica no es más que una gestoría con pretensiones.
Nuestros políticos siguen alabando el carácter supuestamente individualista y emprendedor de sus gobernados, pero estos, en la práctica, se comportan como si fuesen españoles y optan en manada por refugiarse bajo el paraguas de la administración, a veces desde la infancia, como se puso de manifiesto hace unos años con una encuesta escolar en la que la vía del funcionariado aparecía como una de las principales ocupaciones del futuro para los alumnos encuestados.
A nivel nacional, como debe ser imposible incrementar el número de funcionarios porque al final serían más los gestores que los gestionados, hay quien ha optado por contratar asesores a porrillo. Sin ir más lejos, el actual Gobierno, que cuenta con 785 asesores, de los cuales 370 lo son personalmente del señor presidente, don Pedro Sánchez Castejón.
Ya sabíamos que era el Gobierno con más ministerios de los últimos tiempos, y que algunos de ellos olían a inutilidad y redundancia a distancia, pero la sobredosis de asesores suena ligeramente a abuso de poder y a nepotismo. ¿370 personas para asesorar a un presidente? 370 asesores dan para mucho, dan para asesorar sobre cualquier cosa a todas horas, aunque nadie sepa muy bien quiénes son ni a qué se dedican concretamente.
No sé de cuántos asesores dispone el PP, pero intuyo que deben ser menos. Si no, no se explica el error telemático de Alberto Casero al votar a favor de la reforma laboral de Sánchez y contribuir así de manera fundamental a su aprobación. Ese hombre necesita un asesor que le ayude a distinguir el sí del no (es la tercera vez que mete la pata en una votación), de la misma manera que su jefe, Teodoro García Egea, necesita otro asesor que le diga que ir por ahí presumiendo de ser el campeón mundial de huesos de aceituna con la boca no es la mejor manera de conseguir que la sociedad te tome en serio.
La figura del asesor es el último chollo de la política nacional, pero el Gobierno central no está solo en la contratación de gente que asesora. El Ayuntamiento de Barcelona bulle de asesores y no pasa una semana sin que Ada Colau se haga con los servicios de algún genio del consejo y la sugerencia, que a veces recluta entre los seres queridos de miembros del partido, colectivo necesitado al parecer de colocación en su condición de novia, marido, primo o cuñado de algún miembro importante de los comunes, una agrupación política que no tiene precio como agencia de colocación.
Por lo que respecta a la Generalitat, desconozco el número de asesores contratados, pero hay que tener presente que el régimen cuida de los suyos y que siempre suele tener a mucha gente que colocar (para la selección, basta con seguir las mismas reglas que con los políticos aspirantes a cargo: en caso de duda, se elige al que lleva el lazo amarillo más gordo).
La impresión que trasladan al ciudadano la administración nacional, regional y municipal es que no hay vida fuera del erario público, y eso es, probablemente, lo que más me ofende de todas ellas. Asumo su inoperancia, su tendencia a la corrupción, su venalidad y sus ganas de lucrarse, pero no les perdono que introduzcan en el inconsciente colectivo de la nación la idea de que lo mejor que puede hacer un adolescente es encaminar sus pasos hacia el sueldo fijo que el Estado ofrece a quienes se integren en las diferentes gestorías que componen el mapa político español.
Durante décadas, la más elemental rebeldía juvenil incluía el desprecio al funcionariado (en el que se incluía, con especial inquina, a los trabajadores bancarios) y la aspiración a una vida libre, independiente y estimulante que en ningún caso podría encontrarse en el despacho de un ministerio o de cualquier otro ente dependiente de la administración.
Quiero creer que aún hay infinidad de jóvenes que experimentan sudores fríos ante la posibilidad de acabar como asesores de un ministro, un alcalde o un conseller, pero no les ayuda en nada una administración que les habla a diario de un sueldo fijo, de una vida echada a los cerdos a cambio de esquivar la precariedad, de lucrarse con los impuestos de sus compatriotas, de enfocar la existencia como un largo río tranquilo. Como decía un amigo mío, la vida puede ser difícil, pero no está escrito en ninguna parte que también deba ser miserable.