En la película de Woody Allen La última noche de Boris Grushenko hay una secuencia en la que Allen, a la sazón militarizado, recibe de su inmediato superior la orden de limpiar la cocina y luego las letrinas. “Sí, señor”, responde el soldado Allen, “pero, ¿cómo haré para distinguirlas?”. La he recordado a raíz de la iniciativa de Laura Borràs para interrumpir la actividad del Parlamento catalán como protesta ante la insistencia de la Junta Electoral Central en retirarle el acta de diputado a un señor de la CUP llamado Juvillà al que se le ocurrió dejar a la vista unos lazos amarillos cuando no tocaba.
Y me pregunto si no nos pasará lo mismo que a Woody a los ciudadanos de Cataluña, que no sabremos distinguir un parlamentillo en plena actividad de uno en el que no se da un palo al agua, dado el frenesí laboral que se registra habitualmente en la institución española más cara en su género (63 millones de euros nos cuesta tan pomposa gestoría) que, si deja de hacer como que trabaja, nos hace desperdiciar unos 170.000 euros diarios por jornada no cumplida (no he oído a Borrás comentar la posibilidad de descontarse del sueldo los días de asueto antirrepresivo).
Dejando aparte la evidencia de que nadie es capaz de distinguir un Parlamento catalán activo de uno inactivo, hay que tener en cuenta algo que la señora Borràs no parece haber pensado: que las huelgas, para tener alguna posibilidad de eficacia, alguna repercusión, deben alterar para mal la vida cotidiana de los ciudadanos, y si no puedes jorobar a nadie con la interrupción de tu actividad, más vale que sigas trabajando o que, por lo menos, lo aparentes. No hace huelgas quien quiere, sino quien puede.
Si los conductores de autobús no trabajan, la sociedad se resiente. Si a mí me da por dejar de escribir unos días, a todo el mundo se la pela. Y en eso, solo en eso, el parlamentillo es igual que yo: como nadie sabe muy bien a qué se dedican sus miembros o en qué benefician sus actividades a la comunidad, esta no puede sentirse afectada por sus protestas remuneradas contra la terrible represión que sufre la patria sin que la mayoría de sus hijos sea consciente de tan intolerable abuso. De hecho, más bien tendemos a fijarnos en detallitos como lo de ponerse en huelga, pero seguir cobrando, tal vez porque aún están frescas las “licencias por edad” y demás chollos de la administración local, cosas que no generan ni empatía ni simpatía en el populacho, que es de natural rencoroso (¡y yo el primero!).
Otra cosa es que Laura Borràs quiera seguir proporcionando cuerda a la justicia española para ahorcarse a lo grande. Si se trata de eso, lo de la huelga es una idea bastante brillante a la hora de sumar nuevos cargos a los que ya acumula desde que (presuntamente) repartía dinero público a los amigos cuando estaba al frente de la ILC. La maniobra, eso sí, encaja perfectamente en las actividades que se puede permitir el lazismo desde que se llevó lo suyo a partir de octubre del 17, que se reducen a amagar con la desobediencia, envenenar el ambiente cada día un poco más, mostrarse altivo y desagradable o tratar de chinchar a la administración nacional, que sigue a lo suyo, como pronto podrán comprobar Vergés y Argimon por su demora en la vacunación de maderos y picoletos o González Cambray por el sindiós supremacista de la escuela de Canet de Mar.
Los ciudadanos, a todo esto, nos sentimos como Woody Allen tras recibir la orden de limpiar la cocina y las letrinas. Nos faltan elementos para detectar la actividad o inactividad de nuestro parlamento y solo vemos a un montón de gente que, haciendo como que trabaja o de brazos cruzados, no deja jamás de cobrar unos sueldos desquiciados que nosotros ni olemos por muchas horas que le echemos cada uno a lo nuestro.