No voy a presumir de conocer a fondo al líder del PP catalán, Alejandro Fernández. De hecho, solo lo conozco de un almuerzo que nos organizó nuestra común amiga Paula Russafa para que intercambiáramos nuestras visiones del mundo, aunque acabamos soltando gansadas sin tasa (a diferencia de la mayoría de políticos a izquierda y derecha, el señor Fernández tiene un sentido del humor a prueba de balas), hablando de música pop, choteándonos del prusés, poniendo de vuelta y media a los elementos más zotes y/o lamentables de su partido y manifestando la grima que nos daban Vox y Podemos. Salí del restaurante convencido de haber conocido a un tipo muy simpático y con mucho de verso suelto, a alguien que podría militar tranquilamente en el PSC o Ciudadanos (el de los buenos viejos tiempos), pero que, por motivos que no quise indagar, había optado por intentar resucitar ese muerto que es el Partido Popular de Cataluña.

Ser del PP en mi querida comunidad autónoma siempre ha tenido mucho mérito, pues las satisfacciones que de ello se extraen suelen ser escasas. Antes de que nuestra nunca bien ponderada burguesía decidiera suicidarse en masa siguiendo al gurú Cocom Osho, la derecha local se apañaba con Convergencia i Unió y despreciaba al PP por españolazo y porque no lo necesitaba para nada: entre un nacionalismo inofensivo y pillar lo que se pudiera, nuestros buenos burgueses ya se daban por satisfechos. Desde que enloquecieron por culpa del Visionario de Waterloo, el desprecio que les inspiraba el PP ha mutado en odio, por lo que ponerse al frente de ese partido en la Cataluña catalana ha equivalido a un incremento exponencial de la hostilidad circundante.

Yo diría que Alejandro es plenamente consciente de que dirigir el PP catalán es picar piedra sin conseguir jamás dar forma a la estatua que se pretende crear a partir de ella. De ahí que se muestre dispuesto a acoger en su partido a personas procedentes de otros, sobre todo si esas personas no ven su futuro muy claro donde estaban: cuando la política se convierte en una profesión, los que se dedican a ella aspiran lógicamente a prosperar en la vida. Ese parece ser el caso de Lorena Roldán y Eva Parera, números dos y tres en la lista del PP para las próximas elecciones autonómicas. Y ambas tienen motivos para practicar el transfuguismo: Roldán está que trina desde que la basurearon en las primarias de Ciudadanos y Parera ve cómo su jefe de filas, Manuel Valls (al que hemos tratado como a un perro, tanto en Cataluña como en España) está a punto de volverse a Francia y dejarla colgando de la brocha. Las dos tienen un pasado discutible --Lorena fue vista enarbolando una estelada años ha y Eva viene de la extinta Unió Democràtica de Duran Lleida--, pero hace tiempo que todos los partidos políticos españoles han hecho suya la famosa frase del himno de la legión Nada importa su vida anterior y reciben a cualquiera con ganas de arrimar el hombro y que pueda arrastrar a algunos votantes de su anterior formación. Nada que objetar, pues, a los flamantes fichajes del señor Fernández.

Al menos, por mi parte. Ya he detectado en las redes sociales a algunos fundamentalistas del PP que se preguntan si Alejandro piensa incluir a alguien del partido en su lista. Y ya hay quien lo acusa de tibieza --de derechita cobarde, para entendernos-- y de querer congraciarse con los nacionalistas. Yo creo que el hombre ha visto que, en su situación, necesita toda la ayuda posible para hacer un papel medio digno en las elecciones y para eso ha preferido optar por el eclecticismo en vez de promocionar la cantera (si es que la hay). Y me parece que el trío resultante no está nada mal y hasta puede ser observado con cierta simpatía por el amplio espectro político que va del centro derecha al centro izquierda.

Del papeo organizado por Paula salí con la impresión de que yo podría llegar a votar por Alejandro Fernández si no fuera porque albergo dentro de mí, junto a mi niño interior (que ya solo da señales de vida para preguntar cuándo piensan estrenar la nueva de James Bond), a un progre apolillado que lleva muriéndose de asco desde los tiempos de Rodríguez Zapatero y que sería capaz de provocarme una úlcera si se me ocurre votar al PP. Aunque el PP del amigo Alejandro, venturosamente, no se parezca mucho al de toda la vida.