Como decía uno en Facebook el otro día, no es lo mismo ser tintinólogo que tontinólogo. Hacía referencia el hombre, con cierta y comprensible indignación, al latinajo que Quim Torra había empleado para tildar al presidente del gobierno de verdad de zoquete o tarugo. Basándose en la traducción al catalán de Joaquim Ventalló, Torra recurrió a la expresión tros de quòniam, inexistente en la versión castellana a cargo de Concepción Zendrera que yo, como hijo de colono y, por consiguiente, botifler desde la cuna, había leído de pequeño. A Torra le encanta, como todos sabemos y sufrimos con frecuencia, hacerse el gracioso y dar muestras de un ingenio del que carece: los fanáticos, por definición, no tienen sentido del humor, aunque algunos se ganen la vida aparentando que les sobra (véanse los casos de Toni Albà y Jair Domínguez, sin ir más lejos). Como no podía ser de otra manera, TV3 recogió ese momentazo Torra como si Churchill hubiese resucitado y estuviera hablando en directo (también es verdad que no había mucho más que destacar: el tercer aniversario de nuestra toma de la Bastilla, la algarada ante la antigua delegación de Economía de la Generalitat, se había saldado con una asistencia de 100 quòniams, nada que ver con los 40.000 de la edición original, lo cual no impidió que se le dedicara un buen rato en el telenotícies, y si llegan a presentarse solo diez o doce, no nos habría extrañado que los entrevistaran de uno en uno). Torra la caga siempre que intenta hacerse el listo, pero en TV3 celebran sus ocurrencias con alborozo, que para eso cobran. Cierto es que la figura no le acompaña y que esa expresión de vivir permanentemente aquejado de dispepsia no es la más adecuada para suscitar la hilaridad de la audiencia, pero es indudable que no le ha llamado Dios por el camino del humor.
En cualquier caso, es muy triste observar que uno tiene algo en común con ese sujeto en curso de inhabilitación, aunque solo sea haber leído la obra de Hergé en la infancia. A mí, Tintín me convirtió en aficionado a los cómics y me plantó las primeras semillas del periodismo. Puede que a Torra le diera ganas de visitar países extranjeros: de ahí su libro El quadern suís, con su atractiva premisa --las aventuras de un agente de seguros catalán en Suiza, ¿quién puede resistirse a una experiencia tan trepidante?--, volumen que, sin duda, se vendió como rosquillas. Y puede también que no sea el único lazi de relumbrón en haber disfrutado de las aventuras de Tintín. No me extrañaría que Carles Puigdemont también las leyera en su momento, y hay que reconocer que las ha seguido, a su manera, de un modo bastante fiel: hizo de periodista, se ha instalado en el país en que nació Hergé y, a falta de un simpático perrito blanco, comparte su vida con un secuaz rastrero como Toni Comín porque menos da una piedra y porque Comín, además de ladrar a España desde una prudente distancia, toca el piano y, como dicen en Mallorca, tot distreu.
De todos modos, no negaré que siento cierto escalofrío cuando pienso que, mientras yo leía los álbumes de Tintín traducidos por la tía Conchita (así la llamaba su familia en la editorial Juventud), los niños Quim y Carles hacían lo propio con las traducciones catalanas del señor Ventalló, al que Dios me libre de culpar absolutamente de nada: si un autor no puede elegir a sus lectores, un traductor aún menos. Me temo, eso sí, que ellos les han sacado más provecho que yo: no hay más que ver la pensión que se ha otorgado Torra tras la amenaza de inhabilitación y la pasta que se pule alegremente Puchi de la caja de resistencia desde que llegó a Bélgica hecho un cuatro en el maletero de un coche. Me solidarizo con el señor de Facebook que establecía una justa diferencia entre tintinólogos y tontinólogos, pero si comparo mi cuenta bancaria con la de estos dos badulaques endiosados, igual llego a la conclusión de que el tontinólogo (y, ya puestos, el tros de quòniam) soy yo.