Los caminos del soberanismo, queridos hermanos, son infinitos. Tanto que resulta difícil no perderse. Tenemos a un expresidente de turismo en Bruselas --él lo llama exilio, pero sólo es porque desconoce el verdadero significado del término--, a parte del ex Govern en prisión preventiva y a la antigua coalición independentista dividida en lo esencial --ir a las inminentes elecciones con un candidato común-- y predispuesta para lo accesorio, que es la inquietante resurrección --con variantes-- del prusés. Ésta es su oferta: viajar de nuevo a la semilla de la división social. Los catalanes irán a las urnas dentro de quince días con la incertidumbre de si su voto servirá para impedir que se reactive el desafío soberanista, que ha hecho a Cataluña más pobre, provocó una histórica fuga de empresas y devastó la imagen tradicional del país, como lo llamaba Josep Pla, como una sociedad abierta, moderna, inteligente y liberal.

Desde luego, son motivos para preocuparse. Y mucho. No sólo porque pueda producirse una victoria soberanista, hipótesis que no hay que descartar aunque las encuestas comiencen ya a dibujar otras alternativas; sino porque tal hipótesis implicaría anclar definitivamente a la región en un anacronismo permanente. Se ha visto estos días en Bruselas, donde los 45.000 asistentes a la gran manifestación independentista de la diáspora lanzaban un rosario de insultos contra España, la democracia que les permite viajar libremente por el mundo con un pasaporte de curso legal y homologable al de cualquier otro país civilizado. Los soberanistas esta vez criticaron también con ira a las instituciones europeas, “ese club de países decadentes”, dado que no tienen previsto ponerse de rodillas ante su santísimo dogma: el autogobierno de la aldea. Puigdemont está en guerra contra el mundo. Así es la patria.

Puigdemont está en guerra contra el mundo. Así es la patria

Es curioso: los nacionalistas han terminado convirtiéndose en aquello que tanto odian. Dibujan al Estado español como la continuación del franquismo, pero muchos de sus más ilustres apellidos fueron bastante más devotos del caudillo que la famosa guardia mora. Claman en contra del bipartidismo, al que ahora se ha sumado Ciudadanos, porque sus representantes políticos no están dispuestos a que en España se vulnere la ley. Sin embargo, su propuesta electoral es una variante de la Restauración española. Restaurar significa restituir lo que ya estaba. Y eso es lo que quieren muchos de ellos: volver a sentar a Puigdemont en Sant Jaume como si aquí no hubiera pasado nada. Ignorar, cual pesadilla, el artículo 155 de la Carta Magna, decretar una amnistía general --de eso se trata todo esto-- y volver a desafiar las leyes desde la tribuna de un parlamento regional. En España llevan muchísimo tiempo lanzando este mensaje chusco. Lo inaudito es que ahora lo hayan trasladado sin rubor alguno a Bruselas, donde pretendían (sin éxito) lograr alguna tutela internacional para lo suyo.

Es imposible, por supuesto. Europa tiene la puerta cerrada con llave a cualquier deriva secesionista. Fue así desde su fundación. La unión continental nació justamente para superar la maligna herencia de los nacionalismos del siglo XX. No parece previsible que ahora vaya a contribuir a avivar la discordia tribal. La cosa es bastante simple, pero los nacionalistas son incapaces de comprenderlo porque se consideran parte de un pueblo elegido. La realidad los irrita hasta el punto de revolverse contra la Comisión Europea, apoyarse en los partidos de ultraderecha, coquetear con la eurofobia y jugar a la revolución de salón con bufandas amarillas. Ellos insisten en que son presos políticos, exiliados democráticos, representantes populares perseguidos por defender la democracia. Todo esto y dos huevos duros.

La política catalana se ha convertido en una máquina perfecta de hacer el ridículo

Lo más inquietante es que busquen acomodo para su causa manoseando la Declaración de los Derechos Humanos, como si fueran capaces de respetar una legalidad que no sea la que ellos han decidido imponerle a los demás. Llevan desde el primer momento sembrando dudas sobre los comicios del 21D y, en paralelo, reivindicando la legitimidad del famoso referéndum de la 13 Rue del Percebe. No quieren que los ciudadanos voten. Desean regresar al Parlament pretérito con la misma mayoría e idénticos diputados, listos para retomar las hostilidades. Sólo ERC parece querer pasar página para, una vez conquistada la Generalitat, planear otro envite contra la democracia española. Puigdemont, cual destronado rey feudal, aún sueña con volver a ceñirse la corona. Parece un sainete demencial. Pero no es lo es. La realidad es aún más negra. La política catalana se ha convertido en una máquina perfecta de hacer el ridículo. Dentro y fuera de España. Y eso, igual que el reparto de los haberes, nos afecta a todos.