No es ningún secreto: los partidos absolutistas derivan en tiranías o se convierten en reinos de taifas. O ambas cosas. Parece ser el caso de Podemos, cuya irrupción en el mapa político fue tan deslumbrante como conflictiva está siendo su evolución. Los nuevos jacobinos que decían encarnar aquel espíritu de rebeldía juvenil del 15M no sólo han perdido encanto. También el gran activo que aportaban al mapa parlamentario: su conexión con la calle. Fue entrar en las instituciones con la impaciencia característica de quienes se consideran elegidos por un Dios benefactor e irse todo a tomar viento. Desde entonces replican el patrón de la partitocracia: eliminación, destitución o marginación del disidente, razzias, ajustes de cuentas, personalismos crecientes, caprichos, enrocamientos sobre un único eje –que al final se rompe–, enquistamiento ideológico, fragmentación territorial y, de postre, la casona en Galapagar.

Cinco años después de su fundación, España no ha mejorado, pero Pablo Iglesias, vive indudablemente mejor. La degeneración del proyecto original no es un mal exclusivo de Podemos. Le sucede a todos los partidos, especialmente a los de izquierdas: los dirigentes prosperan; las bases, se desengañan. Así es la vida. Pero también es cierto que la velocidad con la que Podemos ha ido autodestruyéndose –por la vía de la división– es sorprendentemente rápida. En apenas un lustro la utopía del Sí se Puede ha dado paso al No se debe (porque lo ha dicho Pablo). Convendría preguntarse las razones. Esencialmente tienen que ver con la conducta humana, un factor cuya presencia en el discurso de los politólogos es escasa y, sin embargo, son las que explican cómo se gana (o se pierde) esa batalla diaria que es la política.

De entrada conviene no quitarles méritos: Podemos logró condicionar la agenda pública, ampliar el espacio de la nueva izquierda y, en cierto sentido, cambiar la política española. No es poco en términos históricos. Su problema actual es pragmático: ¿Para que sirve realmente? La pregunta no tiene una respuesta diáfana. El partido morado se comió a Izquierda Unida, la marca impulsada por el PCE, e intentó un asalto al PSOE que desquició a la vieja guardia socialista. Cinco años más tarde, es la muleta de un socialismo –el sanchista– que desea perdurar en el poder sin el respaldo del voto directo, sino por la tramposa merced a las componendas parlamentarias. Un socialismo que aviva el camino de la asimetría territorial con el entusiasmo que caracteriza a los ingenuos, esa gente que cree que la política es un teorema, en vez de un ecosistema.

El partido que lidera Iglesias ha pasado de ser un movimiento social transversal a una empresa familiar. En su deriva sustituyó el brillante eje arriba/abajo por un análisis de la sociedad en términos de izquierda y derecha. Fue el primer error. El segundo consistió en transformar una aspiración colectiva en un mandarinato. Y el tercero es Cataluña: el apoyo al separatismo catalán relegó al olvido su agenda social. Podemos se ha transformado en un partido cesarista y poco útil para las clases medias depauperadas por la crisis, que son las que formularon –con su voto– aquel lejano sueño de una inmediata hegemonía. De Vistalegre I –el congreso de la ilusión– se pasó a la división de Vistalegre II. Lo último es la salida del anterior número dos, Íñigo Errejón.

Sin presencia propia en muchos territorios, donde opera mediante franquicias o partidos asociados, el papel político de los antiguos jacobinos es irrelevante en plazas políticas tan trascendentes como Cataluña o Andalucía. La estructura de la fuerza morada se desangra por las contradicciones, la previsible emancipación de sus asociados, los pendulazos, el postureo y los caprichos personales. Se encaminan hacia una inevitable atomización. La historia del auge y caída de Podemos no cuenta un Gibbon que la sistematice, aunque en el actual escenario político sus consecuencias debilitarán a un Ejecutivo sin presupuestos, sin mayoría cierta, sin el control del partido en su territorio más importante –Andalucía– y que pretende perdurar en el poder sin sacar las urnas. Cuando Podemos se resfría, Sánchez tiene gripe. Y de gripe, a veces, se muere.