Los desastres, en la vida, a veces comienzan con un corte de pelo o un cambio de imagen. En política esta ley se concreta en el nombre de las organizaciones electorales. Si cambian su denominación en exceso, es que las cosas no van nada bien. Basta ver las veces que Podemos ha modificado su nombre original, cuando perseguían aquel lejano asalto a los cielos (en dos días), para llegar a la conclusión de que su crisis de identidad, su ausencia de destino, quizás comenzase siendo meramente un hecho circunstancial, pero ha terminado, tras el último y agotador ciclo electoral, convirtiéndose en estructural. Tiene además todas las cartas de la baraja para terminar siendo perpetua. Es lo que sucede cuando el pragmatismo --léase el interés inmediato-- arrastra las ideas hacia el precipicio o destroza las convicciones íntimas. Todo se esfuma, especialmente los sueños.

Tras el 26M, el papel de Podemos (obviamos lo de Unidas, que no responde a la verdad) en el tablero político se limita a ser la bisagra del PSOE de Pedro Sánchez, el hombre con baraka. Los socialistas han recuperado en las últimas generales una parte nada despreciable de los votos que habían perdido durante el último lustro. Del sorprasso y la sustitución de los socialistas, que tenía algo de sucesión generacional, el partido de Pablo Iglesias ha pasado a mendigar su entrada en el futuro Ejecutivo ante la certeza de que las costuras de la organización, deterioradas por las purgas internas y las idolatrías recurrentes, no soportarán una legislatura entera sin tocar bola. Porque una cosa es influir --este es el papel de los socios parlamentarios-- y otra, muy distinta, mandar, que es la función de quien gobierna.

Podemos ha dado en los últimos cinco años tantas cabriolas como cambios de nombre. El resultado es su deterioro electoral, la pérdida de su condición de marca sociológica --hubo un tiempo, aunque parezca remoto, en que era cool votarles-- y la bunkerización de Iglesias y su entorno, donde el modelo de mando responde más a una distopía del antiguo bloque del Este que a una organización plural, abierta y colectiva. Al cabo, Podemos no se ha convertido en el PSOE de 1982, sino en la Izquierda Unida de los 90. Sin capacidad para gestionar su pluralidad, quebrado por la competencia, ascenso y caída de sus referentes iniciales y cada vez menos útil para sus votantes.

Entre ellos, a juzgar por los resultados electorales, se ha producido una destilación. Permanecen los devotos del sanedrín irradiador --a los que le parece bien cada gesto de Iglesias y Montero, su heredera, que corre el riesgo de terminar administrando un erial--, pero se han marchado parte de las clases medias que vieron en el movimiento morado la expresión política del espíritu del 15M. Unos han vuelto a votar al PSOE. Otros se han refugiado en la abstención y el voto en blanco. Podemos ha perdido sus alcaldías más simbólicas, sus múltiples franquicias han pasado a tener vida propia y su influencia territorial se circunscribe cada vez más a los estrechísimos círculos de Madrid, donde si las derechas acceden al poder regresarán al punto de origen, con la diferencia de que no es lo mismo empezar a hacer política desde la calle para llegar a las instituciones que salir de ellas por falta de apoyo popular y regresar a los callejones. En el primer caso, todo es posible. En el segundo, lo posible se convierte casi siempre en improbable.

Iglesias, que tras cada fracaso renueva a la dirección de Podemos sin incluirse a sí mismo, ni a Montero, dentro de los relevados, pospone la reflexión sobre el futuro a las negociaciones con el PSOE, su última baza para mantener el liderazgo de la organización ante el incremento de las críticas internas. Los antiguos jacobinos, que dejaron de serlo al practicar una tibieza con el independentismo que priorizaba la conquista del poder a su agenda social, no quieren un Vistalegre III. El resultado de un hipotético cónclave político sería igual que el juego de la mosqueta: idéntico cuadro dirigente con más peones intercambiables. Gatopardismo al cuadrado. Este remedio puede ser peor que la enfermedad. Evidenciaría que sus dirigentes, tras forzar la marcha de sus antiguos compañeros de partido, están más solos que la una. Encerrados con su propio juguete, igual que en la novela de Juan Marsé. Cinco años después el sonajero es todo suyo. El problema es que está roto.