España --ustedes perdonen, pero todavía se llama así-- es un país extraño en el que buena parte de los ciudadanos niegan su condición de naturales del sitio en favor de la ancestral identidad de campanario, que es la que les vibra dentro del pecho cuando llaman a misa (patriótica) o el correspondiente ayatolá congrega a las masas --convencidas ya de antemano-- para que ratifiquen sus delirios. Lo estamos viendo estos días en Cataluña, donde las (ex)autoridades autonómicas, los independentistas y parte de las autodenominadas fuerzas de izquierda han leído el golpe de autoridad del Estado, que no es más que la estricta aplicación de la ley, como un ataque contra las libertades democráticas. No hay tal, por supuesto.

Los golpistas, aunque sean posmodernos, coman bocadillos y griten en familia, no pueden reclamar para sí mismos la condición de víctimas y, al mismo tiempo, pretender seguir ejerciendo como verdugos de la libertad individual, que es la que permite que todos podamos opinar, y en su caso votar, sobre cómo debería ser la patria en la que probablemente ninguno creamos en exceso pero a la que aún pagamos los impuestos. Las manifestaciones callejeras en favor del referéndum ilegal, avivadas por el separatismo con el nombre de el mambo, son un órdago a la grande que se alarga cuando parecía que se aproximaba a su estación término. Por supuesto, en esta tragicomedia todos los personajes son impostores: ni Puigdemont representa a la democracia, ni Junqueras es un héroe valeroso, ni hasta ahora Madrid ha conculcado ningún derecho básico. Sólo hay un juez que persigue supuestos delitos.

En esta tragicomedia todos los personajes son impostores: ni Puigdemont representa a la democracia, ni Junqueras es un héroe valeroso, ni hasta ahora Madrid ha conculcado ningún derecho básico. Sólo hay un juez que persigue supuestos delitos

En Cataluña no existen presos políticos. Hay políticos procesados. No es lo mismo ni de lejos. Lo que ha llevado a los detenidos por la Guardia Civil ante el juez no son sus ideas, sino sus actos: el presunto desvío de dinero público para organizar una votación declarada ilegal por nuestro máximo tribunal. La cosa es muy simple, aunque se quiera presentar como un complejo conflicto entre legitimidades antagónicas. En Andalucía sucedió un episodio parecido en 2015 --la operación Barrado, relativa a los cursos de formación de la Junta-- y nadie salió a la calle porque estuviera en peligro el autogobierno. Los hechos son similares. Las lecturas partidarias disímiles. ¿Por qué? La democracia nunca ha consistido en el derecho de pernada de los cargos políticos. Es el imperio de la ley votada por todos. Da la impresión de que los actores políticos están pensando sólo en el 2-O. El día cero parece amortizado. La cosa, obviamente, no pinta bien. Pero tampoco estaba mejor antes. Si las identidades de aldea valen más que los derechos sociales es que somos una sociedad con un grave problema.

La identidad colectiva que tanto reivindican algunos es una circunstancia involuntaria. Nadie elige donde nace. Lo trascendente aquí es otra cosa: la libertad individual. La política, por mucho que los tibios reclamen diálogo para salir con mejor perfil en la foto, no puede solucionar este carajal. Las opiniones son libres, pero los hechos resultan indiscutibles. No cabe ignorarlos: los independentistas se han situado --voluntariamente-- fuera de la ley. Es una broma que ahora invoquen los derechos básicos que protege la misma norma jurídica que han conculcado a sabiendas y desoyendo todas las advertencias previas. Tampoco es válido equiparar el delirio nacionalista con la cerrazón del Gobierno. El primero era consciente de que iba hacia el abismo. El segundo sólo sabe que actúa tarde. Tras décadas de mirar hacia otra parte mientras los falsos defensores del poble denunciaban a sus compatriotas por hablar en castellano y señalaban con el dedo a cualquiera que no repudiara a los españolets.

Los soberanistas mantienen la mentalidad dogmática de los gudaris: triunfar o perecer. El problema es que, mientras se dirime quién gana este pulso, la marea ya se ha llevado por delante el autogobierno catalán, sancionado por la misma Constitución que repudian. Sin un marco legal, una nación no es más que una ficción que flota en el vacío. Igual puede convertirse en una batucada con banderas o tener el rostro informe de los requetés que cercan con esteladas a la Guardia Civil. Sin ley no hay patria. Sólo queda la gasolina del tribalismo. El Nou País es una utopía maximalista hecha con altavoces y proclamas donde las libertades personales y la gestión eficaz del dinero de todos, que es lo que demandan los ciudadanos, brilla por su ausencia. Todo es griterío. Ruido. Un camino que terminará en llanto.