“Si los deseos fueran caballos, los mendigos serían jinetes”. Es una frase de John Dewey, probablemente el filósofo estadounidense más importante de la primera mitad del siglo XX por sus aportaciones, entre otras disciplinas, a la pedagogía. Dewey creía (contra su entorno) que la única forma de enseñar a alguien algo es la inteligente combinación de la experiencia con la libre deliberación. Algo imposible de hacer en la España actual, cuya diarrea identitaria, cultivada con vehemencia por las élites territoriales, ha alcanzado algo que hace décadas parecía imposible: negar las evidencias de la ciencia en favor de la propaganda política y la práctica de la ingeniería social, convirtiendo así nuestra escuela (la de todos) en una letrina de ideologías que no se caracterizan por tener ideas, sino intereses.

El pacto educativo, imposible tras cuarenta años de democracia, parece ser la quimera de un unicornio. Como denuncian las editoriales de los libros de educación, las autonomías han impuesto por la vía de los hechos –que es la del dinero público– sus fantasías oníricas en los programas de estudios, sin que el Estado, teórico garante de la igualdad, se quiera dar por enterado. En esta España tan plural si eres de Canarias no necesitas saber qué es un río –porque en las islas afortunadas no existen y, claro, nunca vas a salir de ellas– ni tampoco mereces (si vas al colegio en Cataluña) conocer a los Reyes Católicos, esos retrógados monarcas españolistas. Ni siquiera te dan la opción de odiarlos: directamente los excluyen de la historia en favor de otros héroes indudables, como Wilfredo El velloso, gran referente del independentismo.

Da risa, pero se trata de una tragedia. Los editores de textos escolares han calculado el tamaño de esta locura: 1.700 normas jurídicas de obligado cumplimiento. Nadie, excepto el sentido común, les hace caso. El Ministerio de Educación les sugiere que acudan a los tribunales, como si entre sus competencias no figurara velar por la calidad de la enseñanza. Cada autonomía, emulando a su manera el modelo de los nacionalistas, o tratando simplemente de justificar su existencia, fruto de un acuerdo político cocinado durante la Transición que en la mayoría de los casos no fue consecuencia de ninguna demanda social, cree tener derecho a destrozar el patrimonio de la ciencia, sustituyéndola por la fe de los carboneros y la religión (terrible) de los dogmáticos. A los alumnos se les dice que lo importante es la procedencia, no los hechos; y que lo que es trascendente es la tribu donde han nacido (por azar) en vez de su talento individual.

Una de las causas del histórico atraso cultural de España con respecto a Europa es este furibundo localismo mental, convertido en su día en modelo institucional. Los resultados son lamentables: las aulas han sido convertidas en madrasas autonómicas. En ellas se dice –porque así lo dicta cada ayatollah– que el andaluz o el valenciano son idiomas, que un tambor rociero es un instrumento equiparable al piano forte o que Cataluña es una nación perteneciente a la Unión Europea distinta a España. Falsedades que, al ser desmentidas por la realidad –que no es autonómica, sino universal–, escandalizan a quienes han hecho un negocio de su falsa condición de ofendidos. Ni los deseos son como caballos, ni los mendigos son jinetes. Un país cuyo sistema educativo se sustente en las mentiras nunca podrá funcionar. Salvo que acepte, como único antídoto contra el adoctrinamiento político en las aulas, el fracaso escolar. Igual es la única manera de salvarse de tantísima mierda.