Marruecos es un Estado joven, apenas 60 años de historia, pero con un siglo de activismo nacionalista irredento. Como cualquier proyecto nacionalista, el fundamento más tribal de su discurso y simbología es la historia, es decir, una lectura del pasado adaptada a sus reivindicaciones. La enseñanza en las escuelas y la difusión por los media ha permitido consolidar, como principio indiscutible, la legitimidad que el reino marroquí tiene o dice tener sobre el Sáhara Occidental. Pero ahí no acaban el resto de sus aspiraciones, que poseen la misma justificación anexionista.

El proceso de invención del Gran Marruecos comenzó a mediados de los años 20 del pasado siglo. La oposición al colonialismo francés y español fue el punto de partida de dicha construcción imaginaria, que tuvo como principal ideólogo a Allal El Fasi (1910-1974) y a su partido Istiqlal. Este nacionalista marroquí culminó la identidad religiosa-cultural con su “reflexión histórica” independentista, después de beber del salafismo islámico y del panarabismo.

¿Cuáles debían ser los límites del sultanato alauita marroquí (1915-1956) si llegaba a constituirse en Estado-nación? Para El Fasi y sus seguidores había que comenzar con recuperar las posesiones territoriales del sultanato meriní (1215-1465) que llegó desde Túnez y Argelia a Algeciras y Ronda. El siguiente paso sería recobrar el espacio del imperio almohade (1121-1269) que alcanzó desde la Libia occidental hasta el Sáhara, y buena parte de la mitad sur de la península Ibérica. Y su sueño húmedo, como el de cualquier nacionalista marroquí, fue recomponer el imperio almorávide (1010-1147) que desde las posesiones anteriores norteafricanas subieron hasta el sur de Cataluña y Baleares.

De aquellos sueños a la realidad ficcional solo hay un paso. La declaración de independencia del sultanato alauita en 1956, una vez disuelto el protectorado francés y español, y su constitución como reino fue el reconocimiento de una victoria parcial para los nacionalistas marroquíes. La asunción de estas tesis imperialistas por el Majzén (la elite dirigente que dominaba el país entonces y lo sigue dominando ahora) facilitó que dichas reivindicaciones territoriales pasaran a formar parte del discurso oficial de la nueva monarquía y de su aparato de Estado, al tiempo que se precisaban los límites del proyecto nacional a completar.

Desde 1956, el Gran Marruecos añade al actual Estado, todo el Sáhara Occidental, Mauritania completa, el sur occidental de Argelia, el norte de Mali (Tombuctú), Ceuta y Melilla. La duda sobre la marroquinidad de Canarias nunca la han despejado por el apoyo que en su día Argelia dio al movimiento independentista canario. Los Países Marroquíes no incluyen el sur de España y Portugal, al menos de momento.

Después de la Marcha Verde, la legitimidad de esta expansión nacionalista fue indirectamente reconocida en los Acuerdos de Madrid de 14 de noviembre de 1975, cuando el agonizante Gobierno franquista cedió, en contra de las resoluciones descolonizadoras la ONU, la administración de la mayor parte de la provincia española del Sáhara a Marruecos. Las fallidas ocupaciones nacionalistas marroquíes del islote del Perejil (2002) y del Peñón de Vélez de la Gomera (2012) no pasaron de ser incidentes anecdóticos por la rápida respuesta del Gobierno español. La constante presión migratoria sobre Ceuta y Melilla responde al mismo programa expansionista.

Pero nadie mejor que un nacionalista para sacar provecho de su vecino cuando este da muestras de debilidad política o de inconsistencia intelectual. Sea ante España por su errática política internacional, o sea ante Occidente (Francia y Estados Unidos) por su interés estratégico en mantener un Estado tapón ante el aluvión inmigratorio y el avance del islamismo totalitario, el Gran Marruecos tiene vía libre para avanzar a sus anchas, Ceuta y Melilla incluidas.

Los diálogos desde la debilidad son negociaciones a pérdidas. El definitivo reconocimiento de una política de hechos consumados no es solo una cesión, es una demostración del fracaso de la política exterior española, incapaz de frenar el expansionismo del vecino. Con sus maneras epistolares y personalistas, Pedro Sánchez cierra el círculo, aunque para el nacionalismo marroquí ha hecho el ridículo.