Desde hace ya años, especialmente desde la celebración de los Juegos Olímpicos de Beijing en 2008, China fascina a muchos occidentales. En aquella ocasión, impresionó especialmente con la ceremonia inaugural, muestra inmejorable de orden marcial, nada que ver con ese punto de desorden y espontaneidad de los Juegos de Barcelona. La cita olímpica enseñó al mundo una China que quería ir mucho más allá de su papel como fábrica barata de Occidente. Desde entonces, sus éxitos económicos siguen despertando admiración a una parte de nuestras élites económicas.

En la base de sus logros, encontramos un modelo de capitalismo despiadado, amparado por una férrea dictadura política, que no sabe de libertades individuales. Todo ello favorece un enorme crecimiento a corto plazo que, a su vez, se ve reforzado por su singular posición en el orden económico global. Así, China fue bienvenida al orden global con su incorporación a la Organización Mundial del Comercio en 2001, otorgándosele una consideración favorable dada su condición de país en vías de desarrollo. Transcurridos veinte años, sigue sin hacer suyas normas de los países con los que directamente compite.

Todo ello conforma un escenario cargado de contradicciones y de fragilidades a medio plazo, que la crisis del coronavirus ha evidenciado ya sin ambages. Al margen del origen del virus y de su expansión, lo que resulta indiscutible es la forma con que las autoridades pretendieron encubrir el desastre, llegando a arrestar a los médicos que avisaron de la gravedad del momento.

Una realidad miserable que defensores del modelo chino, rozando ya el desvarío, intentan soslayar, enalteciendo la capacidad del país por responder a la crisis mediante la construcción de unas instalaciones hospitalarias en tan sólo diez días. Aún más sorprendente resulta que estas argumentaciones surjan de élites económicas, que se autoproclaman liberales y defensoras del buen capitalismo. Y que critican a una Europa que, con sus impuestos y reglamentaciones, cercena la libertad de sus ciudadanos. ¡Cómo andamos todos de desorientados!