En las últimas tres décadas, con la finalidad de incrementar sus beneficios, la mayoría de las empresas se han decantado más por reducir costes que por aumentar ingresos. Los recortes han afectado a casi todas las partidas de sus presupuestos, pero se han centrado especialmente en la de personal. No obstante, de forma aparentemente paradójica, en numerosas compañías medianas y grandes, a la vez que disminuía el número de asalariados crecía el de directivos.

La fijación en las políticas de recortes de personal responde a su gran participación en los gastos totales. No obstante, ésta varía considerablemente entre las empresas. En las industriales, al estar más automatizadas que las de servicios, el porcentaje suele ser inferior al 15%. En cambio, en las segundas puede llegar hasta el 70%, a pesar de que lo más frecuente es que no sobrepase el 40%.

En una empresa rentable, la reducción del número de empleados viene explicada por el incremento de la productividad de los trabajadores o por su traspaso a otras compañías. En el primer caso, los que permanecen en ella son recompensados con un mayor salario y los que se van reciben indemnizaciones generosas, ya sea mediante prejubilaciones o bajas voluntarias.

En el segundo, --cuando se traspasa a otras compañías-- el método más utilizado es la externalización de algunas de sus actividades, tales como la logística, el mantenimiento de sus instalaciones o una parte de sus procesos productivos. No obstante, en los últimos años, en las compañías de servicios ha sido frecuente la sustitución de asalariados por falsos autónomos.

Los falsos autónomos son personas obligadas a cotizar como trabajadores por cuenta propia por las firmas con las que colaboran, cuando cumplen los requisitos para ser considerados empleados. En concreto, poseen algunas de las siguientes características: un salario fijo mensual, un horario determinado, utilizan medios que son propiedad de la empresa, ésta les reserva un espacio donde realizar sus actividades y deben cumplir las órdenes dadas por sus directivos.

La sustitución de asalariados por falsos autónomos comporta un importe ahorro para las empresas. A los segundos éstas no les han de pagar la cotización a la Seguridad Social, sufragar sus días de vacaciones, las bajas laborales y las indemnizaciones por despido o finalización de contrato temporal.

Además, les permiten convertir una parte de los costes fijos en variables, pues la retribución obtenida por dichos autónomos está estrechamente ligada a los ingresos logrados por las firmas. Por tanto, gracias a ellos, ganan más dinero en las etapas expansivas y evitan perderlo en las fases de estancamiento, así como en algunas recesiones.

Según la Unión de Asociaciones de Trabajadores Autónomos y Emprendedores, en 2018 existían 225.000 falsos autónomos que crearon un agujero en la Seguridad Social de 592 millones euros. Una pérdida generada porque los trabajadores por cuenta propia tienen la posibilidad de elegir el importe cotizado y la inmensa mayoría escoge el mínimo. Una facultad que no tienen los empleados, cuya cotización está estrechamente relacionada con su salario.

Históricamente, los falsos autónomos trabajaban en empresas de transporte, construcción, hostelería, cuidados a domicilio, multiservicios y en profesiones liberales como la arquitectura y la abogacía. Sin embargo, en la última década, su figura ha sido muy utilizada por las nuevas plataformas digitales bajo el supuesto paraguas de la economía colaborativa.

Una cobertura basada notablemente en el marketing y escasamente en la realidad. En teoría, dichas plataformas actúan como intermediarias entre las personas o empresas que poseen necesidades específicas y medios para satisfacerlas. Por tanto, extienden y hacen posible la economía colaborativa.

No obstante, su intermediación tiene como prioridad el lucro. Una característica que entra en contradicción con los principios básicos de dicha economía. Éste es el caso de las plataformas de transporte (BlaBlaCar, Uber), alojamiento (Airbnb), comercio (Ebay, Wallapop) o reparto a domicilio (Glovo y Deliveroo).

En 2017, la última compañía fue denunciada por la asociación RidersxDerechos ante la Inspección de Trabajo de Valencia por obligar a los repartidores a darse de alta como autónomos. Ésta les dio la razón y creó un precedente. En otras ciudades españolas, la Inspección de Trabajo abrió actas de infracción a diversas compañías de reparto a domicilio. El tema llegó a los juzgados y éstos efectuaron sentencias contradictorias.

Sin embargo, en septiembre de 2020, el Tribunal Supremo acabó con la confusión, al dejar claro que los riders son asalariados. Por tanto, dejó el camino expedito al Ministerio de Trabajo para que consensuara con los agentes sociales un decreto-ley que regule su nuevo estatus. Éste fue presentado el pasado jueves e incluye un artículo que obliga a hacer más transparentes las decisiones laborales de las plataformas, especialmente en materia de empleo (contratación y despido del personal) y condiciones de trabajo.

Una disposición que obliga a las plataformas a abrir parcialmente su “caja negra”. En otras palabras, los algoritmos y sistemas de inteligencia artificial que constituyen su principal know-how. A partir de su entrada en vigor, el comité de empresa deberá estar informado de las decisiones laborales tomadas en base a ellos.

En definitiva, constituye una buena noticia que los riders mejoren sus condiciones laborales y salariales, al pasar a ser considerados por sus empresas como asalariados en lugar de autónomos. También hay que celebrar que la Administración haya dado un primer paso para acabar con la alegalidad con la que actúan laboralmente algunas plataformas tecnológicas.

No obstante, aún queda mucho trabajo por hacer. Las políticas de reducción de costes han hecho que los falsos autónomos proliferen en múltiples actividades. Para conseguir su erradicación, únicamente hace falta adoptar dos medidas: una legislación que favorezca su conversión en empleados y la contratación de muchos más inspectores de trabajo.