La piñata llega a la diputación; era de esperar. Lo de robar en política es la eternidad de un instante, detrás de otro, y así hasta los 500 euros por español y año, según un estudio de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) que cuantifica la magnitud de la tragedia. El expresidente de la Diputación de Barcelona, Salvador Esteve (CiU), cayó el jueves en una redada de la UDEF. El pobre señor Esteve, con un parecido traicionero al del Auca de Rusiñol, no daba crédito mientras lo metían en un coche en dirección al cuartelillo. Los buenos señores Esteves lo son en el sentido en que describió Ignacio Vidal-Folch, en este mismo medio, la bondad excluyente de las buenas personas que siguen a la camarilla indepe. Y me permito añadir que estas buenas personas son como en el alma de Sezuan, la hipérbole teatral de Bertolt Brecht, donde la maldad intrínseca de los buenos empuja a pueblos enteros al marasmo.

Como Pujol con la UDEF, nosotros nos preguntamos a menudo qué coño hace la diputación. Pues muy sencillo, resulta que la tercera gran pata de la burocracia descentralizada (junto a ayuntamientos y Generalitat) también almacena mordidas. Treinta detenidos e investigados por manejar fraudulentamente los fondos de cooperación destinados a las zonas del planeta más desfavorecidas. El bolsillo nacionalista es la cueva de Ali Babá. No está probado todavía que los dineros de la diputación sirvieran para financiar el procés, pero el tufillo lo dice todo, cuando aparecen la Fundació CATmón y la Pimec. A Esteve, la policía le soltó el mismo viernes y se quedaron con cinco: Joan Carles Garcia Cañizares, diputado de la Diputación de Barcelona y alcalde de Tordera; Jordi Castells Masanés, subdirector general de Cooperación Local de la Generalitat; Jonathan Jorba, jefe de la Oficina de Cooperación de la Generalitat; Víctor Terradellas, presidente y patrón de la Fundació CATmón, y Joaquim Ferrer Serra, director de Pimec hasta 2014. Y finalmente, estos cinco fueron excarcelados tras prestar declaración.

salvador esteve

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Qué bien sientan los tallos de lino sobre los escuálidos cooperantes de verano tostados al sol del trópico. El Tercer Mundo adelgaza, ¡pero hombre!, meter mano en la caja ya es el colmo, sobre todo en un caso como este en el que parece que el dinero nunca llegó a Centroamérica, ni a los países africanos. La pasta se quedó aquí, en el reparto de los nuevos republicanos; en sus cuarteles de invierno, sean en Flandes, en Prusia, en los Valles Helvéticos o en el barrio de Gracia. Ellos dicen que las víctimas de la injusticia son siempre más grandes que sus verdugos. Son espíritus gentiles, a su pesar; dominan la dialéctica, pero yerran en el tiro. Señores del tacticimo, pésimos estrategas; maestros del gay trinar, aprendices de ruiseñor, diría el poeta.

En la semana grande de Zaplana, el manos largas, y en plena evocación del mundo de ayer, con Aznar en lo más alto de su pirámide de exministros enchironados o procesalmente pillados, no podía faltar la vieja Convergència, añeja en el arte del birlibirloque, magia dirían los payasos de Fellini. La pezuña en el mundo colonial es la pasión frustrada del pancatalanismo en ultramar, donde, como da a entender el historiador Ucelay da Cal, nuestro imperialismo tiene una fijación similar a la que tuvo el Duce italiano en Abisinia.

El primer catalán que metió la mano en el fardo se absolvió a sí mismo recurriendo a Erasmo y se justificó echando mano de Pascal: "El corazón tiene razones que la razón no entiende". Ahora, los que ahogan sus esperanzas en el yugo de la vanguardia retardataria que quiere dirigirnos al barranco yermo de la independencia copian al rey francés que quiso ser el Estado. También mantienen visiones heroicas que nos han llegado de la noche de la Bastilla, del París de Blanqui o del octubre bolchevique: el pueblo soy yo. Pero lo más chocante es que en Cataluña esta glorificación rupturista vaya tan unida a dos cosas: la religión y el negocio.

Los indepes dicen que Cataluña exclama "el pueblo me quiere libre" donde España dijo "la calle es mía". Entienden, torticeros como son, el contraste entre la sociedad civil y el Estado, como si lo primero fuera inmanentemente bueno y lo segundo genéticamente malo. Pero resulta que es en la sociedad civil donde se ha instalado el furor ideológico de los que nos quieren esclavos, como lo son del sultán los que rezan mirando a la Meca para mostrar su fe en público.

El Estado se encarnó en países democráticos (Francia, Alemania, Italia, EEUU, Canadá...) y hasta en dictaduras como la de Nasser o la actual del general Sisi en Egipto, e incluso en la de Atatürk en la Turquía post-colonial. En el opuesto se colocan las ideologías teocráticas que utilizan al muecín como un vigilante delator del que no reza. Y en este mismo flanco, se repliegan los nacionalismos ortodoxos de la antigua Yugoslavia, Escocia, el nacionalismo catalán de sacristía y lengua vernácula, que convirtió a Montserrat en "nuestro Sinaí", como dice la letra del Virolai. El nacionalismo como pensamiento totalizante acabará queriendo saber quién va a los oficios religiosos y a los homenajes a la bandera; qué lengua se haba en casa y el repliegue del genoma del hombre que esposará a tu hija en la próxima honda demográfica.

Entre el Estado de derecho y la ciudadanía existe una correlación espacio público-vida privada, a través de la justicia. Pero el nacionalismo y la religión se retroalimentan. El delito religioso, recuerda Mauricio Wiesenthal, se paga caro: "Señor inquisidor, dígame en qué tengo que creer para que pare mi tormento", le gritaban los reos a Torquemada, tratando de huir por mar desde Cádiz, pórtico de las Indias. ¿Llegaremos a saber qué han hecho los amigos de Puigdemont con el dinero de la diputación destinado a la cooperación? Entra el verano y los que viven muellemente en Ultramar, a costa de las causas perdidas, ni se han enterado.