El nuevo consejero de Educación de la Generalitat, Josep González Cambray, fue uno de los salpicados en la operación Voloh de la Guardia Civil, que investigaba en octubre de 2020 la financiación del procés y de la estructura de Carles Puigdemont en Waterloo.
Aquella extremaunción de la Benemérita acabó en 21 detenciones entre las que se encontraban Josep Alay, David Madí, Xavier Vendrell, Oriol Soler, Xavier Vinyals, Ramon Vila y el mismo González Cambray, un señor pegado a la burocracia de la inmersión lingüística a gran escala, pero sin obra educativa ni currículo académico.
Es de ERC, como su antecesor en el cargo, Josep Bargalló, y gracias a su militancia republicana, González Cambray se mece en el vaivén tranquilo del modelo escocés. Antes de conocer su rol en el nuevo ejecutivo, el conseller de Educación deberá prestar atención a las plataformas asamblearias del mundo de la educación que funcionan como realidades autogobernadas y ajenas al proceso de representación institucional. Cambray tiene todos los números para servir de instrumento a la vuelta de tuerca definitiva que nos traslada al uso del catalán, como lengua única. Pero, ay, en un juzgado de instrucción de Barcelona sigue flotando la acusación por malversación contra los 21 altos cargos; es una espada de Damocles a futuro. Que nadie se confunda porque el mundo de los tribunales es un camino sedoso que de repente se eriza de espinas. Haría bien el nuevo Govern de Pere Aragonès en no olvidar que sus consejeros Roger Torrent, Natàlia Garriga y Josep González Cambray están inmersos en procesos judiciales.
González Cambray tiene su aquel, aunque solo sea cacofónico; su gesto dice “soy un gestor”. Pues vamos mal, porque nadie se mete en política para gestionar; o mejor, solo lo hacen los que aceptan la obediencia de partido como un sacrificio del intelecto. Étienne de La Boetié (en su Discurso de la servidumbre voluntaria) estudió las razones que llevan al hombre a “inventar sus propios amos y poner su vida en sus manos”. Vivimos entre la libertad y la necesidad de servir voluntariamente. Si ponemos lo segundo por delante, no haremos sino perpetuar nuestra complicidad con quienes provocan la infección. Y el soberanismo es una infección, la hidra de mil cabezas que vive en los interiores de una sociedad atemorizada por la creciente pobreza y dominada por el resentimiento.
González Cambray entra en el ejecutivo catalán dispuesto a liquidar el bilingüismo. Lo hace desde el papel de víctima, aunque la brecha cultural que exhibe no le convierte necesariamente en actor político. Es cierto que, en el conflicto territorial, no podemos dar por definitivos los mecanismos de representación que intervienen en la arquitectura del Estado. Pero el bloque indepe --Junts, ERC y CUP-- se escora hacia fuera de lo político, cuando lo que refuta es su propia representación. El cargo electo exige el derecho a la vida muelle del aforado, pero no acepta las reglas del juego del Estado de derecho. Su avalancha empieza en la resistencia, virtud estoica por naturaleza, para después apelar a la rebelión ética, su justificación última, sonora y callejera.
Cambray sabe muy bien que la multitud se guía a partir de las entidades civiles (Ómnium, ANC, etc.), encargadas de fomentar el elitismo monoglósico. El conseller acepta que nuestra revolución digital, la imaginaría y el arte pierdan peso ante la emergencia lingüística; estimula unas aulas laminadas por el vandalismo de las plataformas, correas de transmisión soberanista.